martes, 25 de noviembre de 2014

noviembre 25, 2014
Gilberto Avilez Tax

Después de poco más de tres años de trabajos cuasi esclavos de archivo en Mérida, Peto y el Distrito Federal, con horas nalga enfermas y enfermizantes, con tristezas, odios y rupturas, con entrevistas a los viejos de la tribu y soledades inenarrables en las bibliotecas de Mérida y en Mérida misma, así como la soledad, ubicua, siempre presente, la gran perra compañera de los historiadores; al fin puedo ver que de mis dos dedos (tecleo con los dos dedos índice) salieron 720 páginas de una historia de 100 años (1840-1940) de una región de frontera y una Villa en la cual nací hace 31 años.


Con esto exorcizo a mis mayores y doy una historia que ojalá y se debata entre los que primordialmente quiero que la debatan: los petuleños. Un historiador siempre aspira a que lo lean, y a mi me interesa mucho esa lectura primigenia de los de Peto. Pero no doy por hecho el final.

El doctor Terry Rugeley, del cual me siento honrado de que sea parte del sínodo de tesis (junto con la gran Romana Falcón y el doctor Édgar Mendoza), ya había dicho que los temas no se terminan, sólo se dejan, y yo por el momento dejaré de hablar sobre Peto y los petuleños. El último párrafo del cuerpo de la tesis (que no así de las conclusiones) lo dejé como sigue, pero tal vez pude haberlo dejado mejor:

Termino este epílogo de cómo los milperos de Peto, que durante la época del chicle (1925-1960) habían dejado su coa y su milpa para internarse a la “Montaña chiclera” y convertirse en chicleros; ahora, entre 1960 y 1980, volverían nuevamente al pueblo y reactivarían esas tierras que sus padres, abuelos y hasta tatarabuelos venían defendiendo desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando la guerra de castas y las rebeliones campesinas de 1892 a 1924. La etapa de ruido y furia de la hojarasca chiclera, no logró romper completamente esta reciedumbre cultural de estos antiguos fronterizos.