martes, 28 de octubre de 2014

octubre 28, 2014
Carlos Loret de Mola Álvarez / 28-X-14

A partir de las matanzas de 1968 y 1971, la izquierda levantó en sus marchas y discursos la bandera del alto a la represión del Estado.

El grito de “¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!” se volvió emblema por las denuncias de desapariciones forzadas.

Pero en años recientes, esas consignas históricas se deformaron en la caricaturización del movimiento social victimizado por la brutalidad de la fuerza pública: los manifestantes golpeaban a granaderos quienes, resistiendo el embate, escuchaban que ellos eran los representantes del “Estado violento”.


Con presidentes muy acotados por las nuevas reglas democráticas, el discurso de la izquierda seguía instalado en la dinámica setentera de la “guerra sucia”: mientras desde el gobierno hay pánico de usar la fuerza contra un movimiento social —por violento que éste se torne— en las manifestaciones izquierdistas el discurso no se ha suavizado un ápice: “ahí viene otra matanza como en el 68” es la advertencia permanente.


Y entonces llegó el 26 de septiembre de 2014.

El peor acto de represión estudiantil de los últimos cuarenta años lo cometió… la izquierda en el poder.

La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa representa el más atroz delito orquestado por un gobierno contra civiles que pacíficamente ejercían su derecho a la libre manifestación.

No fue el PRI con sus “inconfesables vínculos con su pasado represor”. No fue el PAN, la “ultraderecha en el poder”. Fue un gobierno de izquierda. De las dos izquierdas, la radical y la moderada.

Porque en la postulación de José Luis Abarca como presidente municipal de Iguala convergieron los deseos del PRD y Morena: supieron de la podredumbre que los rodeaba y voltearon a otro lado porque convenía a sus intereses electorales.

Los Chuchos del PRD lo apoyaron aun cuando René Bejarano les notificó que estaba metido en el crimen.

López Obrador de Morena le dio su bendición para ser candidato a pesar de que su compañero de partido, el hoy diputado Óscar Díaz Bello, le señaló que era narcotraficante. Este domingo en el Zócalo del DF, López Obrador negó conocer a Abarca.

En 13 páginas de discurso, López Obrador no le dedicó un renglón al hombre clave en esta trama: Lázaro Mazón, a quien él mismo ungió como candidato de Morena al gobierno de Guerrero hace unos meses y hoy desnudado como padrino político y financiero de Abarca y su clan.

López Obrador buscó colocarse por encima de todos como impoluto y lucrar con la indignación por las víctimas cuando fue su favorito quien apadrinó al represor.

Andrés Manuel es deshonesto si pretende meter todo eso debajo de la alfombra y salir con pretendida superioridad moral a exigir renuncias y denunciar a un sistema podrido, porque es beneficiario y parte de él.

Ayotzinapa marca la derrota cultural y moral de la izquierda partidista mexicana y la culminación de su tránsito de vigorosa denunciante de la represión del Estado a practicante de la brutalidad para preservar prebendas y proteger intereses hasta criminales.

Es desde hace 25 años parte de una élite de poder que goza, protege y promueve un régimen de privilegios desde el Congreso, gubernaturas, presidencias municipales, legislaturas locales, dirigencias partidistas.

Sus discursos contra “los poderosos” son vacíos y hasta desvergonzados porque ellos son parte integral de la clase mandante y hoy les salpica la responsabilidad de uno de los peores actos represivos que se recuerde en México.