jueves, 2 de octubre de 2014

octubre 02, 2014
Héctor Rodolfo López Ceballos

Se han escrito tantas líneas sobre el 2 de octubre, tanta tinta tatuada en las hojas de cuadernos infinitos; se ha mitificado la leyenda y la realidad oculta, reconocible en muchas ocasiones sólo a través del testimonio de quienes fueron y son, ha traspasado generaciones, burlado la censura y tratado de sobrevivir al naufragio de la memoria que solemos no tener los mexicanos. Hemos recurrido tanto al fantasma de Tlatelolco, nos hemos aparcado por tanto tiempo en la tragedia nacional, en la figura del villano disfrazado de Estado soberbio y represor, en los batallones ignominiosos de un ejército que no era nuestro -ni lo es ahora-, en los enlutados y no por eso menos justos homenajes a quienes lucharon por causas, ideas y añoranzas que, precisamente por encerrarnos en un discurso necesario, pero discurso al fin y al cabo, hoy parecemos casi no recordar. El 2 de octubre, si bien fecha que debe permanecer en la memoria colectiva por siempre, ya para honrar a quienes ahí fueron asesinados, torturados y desaparecidos, ya para nunca olvidar las afrentas del Estado contra los ciudadanos, ha terminado muchas veces por eclipsar, por lo menos, cuatro meses de lucha estudiantil y social, de resistencia, de brigadas y asambleas. Cuatro meses en los que estudiantes de CU y del Poli alcanzaron la unidad, junto con otros miles de estudiantes normalistas y demás instituciones del país. Cuatro meses de huelga universitaria, de camiones pintados de rojo y negro, de mimeógrafos desgastados y agonizantes de tanto imprimir propaganda estudiantil. Cuatro meses de creer que sí se podía cambiar la realidad, de soñar y soñar, de vivir y luchar por convicciones tan puras que son capaces de hacerle frente de manera digna y estoica a una maquinaria estatal que no quería que soñaran, que lucharan o que fuese cambiada. Cuatro meses en los que aquellos que se han convertido en fantasmas -los míticos fantasmas del 68 que Taibo II tiene tan presentes- sacudieron a una nación entera.

Hoy como en aquel tiempo, los estudiantes del Politécnico vuelven a salir a las calles, vuelven a sumarse los compañeros de la UNAM, los Comités de Huelga se levantan una vez más. El casco de Santo Tomás es de nuevo protagonista y punto de partida de las interminables hordas de juventud a las que no se puede domar. Tienen entonces, hoy como en aquél 68 y quizá como nunca, la oportunidad histórica de continuar lo que quedó inconcluso, de alcanzar lo que por muchas décadas ha parecido inalcanzable. Y ojalá que la vanguardia tenga la voluntad de seguir sumando escuelas, independientemente del nombre de la institución. De sumar a otros sectores de la sociedad que también tienen sus luchas. A veces me gusta soñar demás y pensar qué pasaría si a los que hoy alzan la voz se sumaran las voces de los obreros, de los campesinos, del trabajador de estrato medio y de todo el que quiere hablar. Y si hay la voluntad política por parte de quien dice tenerla, entonces todo será más fácil que en aquel año. Pero si no la hubiere tampoco se debería bajar la cabeza -o perderla, qué es mucho peor- ni darle motivos a quien provoque o quiera justificar el uso de la fuerza por errores y actitudes destructivas de parte de quienes, hasta ahora, han dado una muestra increíble de civilidad, respeto y fuerza de voluntad para hacer las cosas de manera correcta.

Y no hay que ser politécnico ni de CU ni meramente estudiante para solidarizarse con un movimiento y sumarse a lo que puede ser el inicio de algo mucho más grande que sí mismo. Tampoco se trata de una cuestión concerniente de manera exclusiva a la capital del país, pues al fin y al cabo la solidaridad, la justicia y la igualdad no conocen de procedencias ni de ocupaciones.

Esta es la oportunidad de la organización, de hacer democracia de calle, de volver a soñar y soñar y vivir por ideales y convicciones que, aunque hayan pasado ya cuarenta y seis años, siguen teniendo el mismo eco en nosotros que entonces.