martes, 21 de octubre de 2014

octubre 21, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Mi amigo tiene un caballito en la sala de su casa. Es un hermoso caballito de carrusel, grande y colorido. Su presencia domina sobre los finos muebles y las carísimas alfombras, no deja casi ver la gran chimenea, y quita protagonismo a los trofeos de cacería que él ha traído de África, de Alaska, de Mongolia. El caballito lo trajo de Sarasota, Florida. Sucede que mi amigo es accionista principal de un banco de Miami, y fue invitado al viaje inaugural de un crucero en el mayor barco del mundo. En ese barco vio una exhibición que mostraba el proceso de fabricación de los caballitos de carrusel. Preguntó dónde se hacían, y le dijeron que el fabricante estaba en Sarasota. Lo primero que hizo al regresar fue ir ahí y encargar uno, pero especial, de lujo. Es el que ahora está en la sala de la casa. A su esposa no le gusta el caballito. Dice que ocupa demasiado espacio. Pero él le ha dicho -en broma, claro- que primero lo saca a él de la casa que al caballo. Y es porque el caballito tiene historia. En realidad la historia del caballito es más bien la de mi amigo. Nació él en un pequeño pueblo mexicano, hijo de padres pobres. De niño andaba descalzo; vestía casi andrajos. La escuela le gustaba, y no faltaba nunca a clases aunque sus compañeros ni siquiera le dirigían la palabra: ellos traían huaraches y no mostraban parches en la ropa. Un día llegó al pueblo un circo que traía “atracciones”. Así se llamaban los juegos mecánicos: la rueda de la fortuna, las sillas voladoras, el avión del amor. Y los caballitos. Los caballitos no eran mecánicos: había que empujarlos. Para eso el dueño contrataba tres o cuatro muchachos que hacían girar el carrusel. Él, aunque era niño todavía, le pidió que lo dejara empujar también, aunque no le pagara. El hombre se encogió de hombros y se lo permitió. El niño era el que empujaba más. Los otros se reían al mirar su esfuerzo. Es que quería hacer bien su trabajo. Al término de la jornada el dueño -que se hacía llamar “el empresario”- les dio 20 centavos a los otros, y 10 a él. Se sintió orgulloso con la moneda. Uno de esos días subió al carrusel un niño rico. Lo vio a él empujando, y al terminar las vueltas les dijo a sus papás que él quería también empujar los caballitos, “como ese niño”. Lo oyó él y le dijo: “Ándale, ven conmigo”. Y juntos los dos empujaron, divertidos, mientras los papás del pequeño sonreían felices. Le preguntaron luego al niño cómo se llamaba y dónde vivía. Se los dijo, y ellos lo invitaron a su casa, y lo ocuparon de mocito en las horas que la escuela le dejaba libres. Él hacía bien lo que tenía que hacer: barrer la acera y regarla -si las criadas hacía eso los pelados de la calle les decían cosas-; recoger en el jardín las hojas caídas; poner alpiste y lechuga en las jaulas de los pájaros. Cuando acabó el año escolar, y él sacó puros dieces, su madre le dijo que les llevara las calificaciones a sus amos. Así dijo: sus amos. Él les llevó las calificaciones, y ellos lo cambiaron de escuela: lo pusieron en el mismo colegio al que iba su hijo; le compraron ropa nueva y zapatos. Cuando llegó el día de su primera comunión el señor fue su padrino. Se volvió otro hijo para ellos. Ya jovencito lo enviaron a estudiar a Irlanda, a Canadá, a Estados Unidos. Luego, al término de sus estudios en una universidad  americana, el señor lo recomendó con un amigo suyo, banquero de Miami. Aprendió bien la profesión. La gente lo quería. Prosperó. Puso una casa de bolsa. Se hizo rico. Entonces se construyó aquella mansión, pero no antes de hacerles una preciosa casa a sus padres, en su pueblo, y otras muy buenas también a sus hermanos. Puso en la sala de la suya el caballito de carrusel. Pensaba yo que ponerlo ahí era un capricho de rico, pero la última vez que lo visité nos tomamos unas copas -de tequila, claro- y él me contó la historia. Mientras me la narraba volvía el rostro a un lado para que no le viera yo los ojos, y luego se levantaba, salía unos momentos y regresaba al tiempo que guardaba el pañuelo en el bolsillo de su pantalón. Le pregunté, por cambiar la conversación, cómo le estaba yendo en sus negocios. Él no cambió la conversación. Me respondió: “Muy bien. Sigo dándoles vueltas a los caballitos”. FIN.