martes, 23 de septiembre de 2014

septiembre 23, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Una mañana se dio cuenta de que había dejado de creer en Dios. Recordaba la hora en que lo supo: las 9.40. Acababa de decir la misa de 8 y vio el reloj de la sacristía; por eso pudo registrar el momento exacto en que hizo ese descubrimiento. No sintió ningún sobresalto, cosa rara. Se preguntó solamente, más con curiosidad que con inquietud, si habría otros sacerdotes como él, que tampoco creían en Dios. Creer en Dios, pensó mientras se despojaba de los ornamentos, era algo al mismo tiempo fácil y difícil. Fácil, si crees en él porque otros creyeron y te trasmitieron la creencia. Dios, se dijo, pasa de padres a hijos, como el reloj del abuelo o las recetas de cocina de la abuela. En cambio si te pones a pensar, y ves las cosas que ves, y oyes lo que oyes, creer en él se vuelve más difícil. Se dirigió a la casa parroquial; bebió el acostumbrado café y echó una ojeada al periódico local. Después subió a su cuarto y se tendió en la cama. En el buró, a su lado, estaba la fotografía de su mamá. Por ella entró en el seminario. Alguien le dijo a la buena señora que si daba un hijo a la Iglesia se ganaría el Cielo. Tenía 11 años cuando salió de su casa para ir a aquel lugar que visto desde fuera parecía prisión y que visto desde dentro era prisión. El primer día que estuvo ahí hizo a un lado la porción de aguacate que le sirvieron con la sopa de arroz en la comida. El padre rector notó eso y le preguntó por qué no se comía el aguacate. “No me gusta” -respondió él con la naturalidad con que decía eso en su casa. A una señal del sacerdote uno de los sirvientes que atendía la mesa le retiró el plato y le trajo otro donde había solamente aguacate. Lo mismo le sirvieron en la cena, y en el desayuno y la comida y la cena del siguiente día, y del siguiente, hasta que empezó a vomitar a fuerza de comer sólo aguacate. El padre rector le dijo que ojalá hubiera aprendido su lección, y le advirtió que en adelante debía ser humilde y obediente. Lo fue todos los años que duraron sus estudios. Quizá nunca aprendió a ser verdaderamente humilde, pero aprendió a simular la humildad, y en tales casos es lo mismo. La obediencia no le costó trabajo. El que obedece no se equivoca, le dijeron, y las enseñanzas que ahí recibía llevaban todas al abandono de la propia voluntad. Se ordenó finalmente. No podía recordar sin emocionarse el día de su ordenación. Su madre, llorando, le besó las manos -esas manos que ahora podían tocar a Dios-, y luego se arrodilló ante él y le pidió su bendición. Otra cosa recordaba. Entre los asistentes a su cantamisa estaba aquella muchacha, hija de una amiga de su madre. Creyó advertir en ella una mirada de piedad que no entendió. ¿Por qué lo veía así, como con compasión, si ahora él era un representante de Cristo en la tierra? Se entregó a su ministerio con devoción de apóstol. Un temor reverente lo poseía cuando consagraba la hostia y convertía aquel disco hecho de harina y agua en la carne y la sangre de Jesús. Cumplía fervorosamente -por no decir “apasionadamente”- sus deberes sacerdotales. Quería salvar todas las almas. Luego, con el tiempo, vino esa enemiga solapada: la rutina. Ni siquiera se percató de su llegada, de modo que no luchó contra ella como luchó contra las tentaciones de la carne. Y entonces, anciano casi ya, sucedió lo de aquella mañana: se dio cuenta de que ya no creía en Dios. Siguió hablando de él, claro, en los sermones de la misa, pero lo hacía automáticamente mientras pensaba en otra cosa. En la misma forma oficiaba los rituales que debía oficiar. Sólo sentía una extraña inquietud cuando casaba a una pareja o bautizaba a un niño. Llevaba a cabo sus tareas cotidianas  con la misma actitud con que un albañil pone ladrillos para levantar una pared. Sólo que él ni siquiera veía los ladrillos que iba poniendo. Un día enfermó. ¿Por qué vomitaba tanto, pensó con sonrisa de tristeza, si ni siquiera había comido aguacate? Lo llevaron al hospital. El obispo no fue a visitarlo -estaba muy ocupado, y envió a un auxiliar-, pero eso no le preocupó demasiado. En la duermevela de la fiebre veía a aquella muchacha que lo miró con compasión. Murió a la hora en que cada mañana acababa de decir la misa de 8. Su último pensamiento, antes de no pensar ya nada, fue éste: “Perdóname, Señor, por haber dejado de creer en ti”... FIN.