jueves, 25 de septiembre de 2014

septiembre 25, 2014
Cuento de Lima Barreto

En una confitería contaba yo cierta vez a mi amigo Castro las alternativas de mi vida aventurera, las convicciones de que claudiqué y las responsabilidades a las que no guardé la debida consideración, para poder vivir. Incluso aquella ocasión en que residiendo en Manaos, en la cual me vi obligado a ocultar mi calidad de bachiller, para obtener más confianza de los clientes, que afluían a mi escritorio de "hechicero" y de adivino. Eso era lo que yo le contaba.

Mi amigo me escuchaba callado, pendiente de mis palabras, gustando de aquel mi Gil Blas vivido, hasta que en una pausa de nuestra conversación, ya agotados los vasos de cerveza, me observó interesado:

- ¡Tu vida ha sido una cosa bien divertida, Castelo!

- Solamente así se puede vivir... Esto de tener una ocupación única: salir de casa a ciertas horas, volver a otras, cansa finalmente, ¿no te parece? ¡Yo no sé cómo he podido aguantar allá, en el consulado!

- Eso cansa, sí, es cierto; pero no es eso lo que me admira. Lo que me llama la atención es que hayas corrido tantas aventuras aquí, en este Brasil pacato y burocrático.

- ¿Y por qué no? Aquí mismo, caro amigo Castro, se pueden encontrar y vivir bellas páginas de la vida. ¡Imagínate tú que yo he sido hasta profesor de javanés!

Imagen: http://www.deviantart.com/art/Javanese-Prince-2564622

- ¿Cuándo? ¿Acaso a tu regreso del consulado?

- No; antes. Y precisamente fui nombrado cónsul por eso.

- Cuenta, entonces, cómo fue la cosa. ¿Aceptas otro vaso de cerveza?

- Acepto.

Mandamos traer otra botella, llenamos los vasos nuevamente y continué mi historia:

- Yo había llegado hacía muy poco tiempo a Río de Janeiro y me encontraba literalmente en la miseria. Vivía huido de la casa de pensión, sin saber en dónde ganar el dinero, cuando leí en el "Journal do Comercio" el anuncio siguiente: "Se precisa un profesor de lengua javanesa. Contestar por escrito etc. etc." Me dije entonces que el asunto me convenía; además ésta era una colocación que no tendría muchos concurrentes; y si lograse dominar por lo menos cuatro palabras, era cosa hecha. Salí del café en donde me encontraba, anduve por las calles, imaginándome que yo era un profesor de javanés, ganando dinero, viajando en tranvía y sin encontrar personas desagradables, víctimas, particularmente. Sin darme cuenta me encaminé a la Biblioteca Nacional. No sabía bien qué clase de libro tendría que pedir; mas entré, entregué el sombrero en la portería, recibí la tarjeta y subí escaleras arriba. Ya en la ventanilla de pedidos, solicité la "Gran Enciclopedia", en la letra "J", seguro que en el artículo correspondiente a Java encontraría elementos de la lengua javanesa. Dicho y hecho. Me enteré de que Java era una gran isla del archipiélago de Sonda, colonia holandesa, y el javanés, lengua aglutinante del grupo malayo-polinésico, poseía una literatura digna de nota, escrita en caracteres derivados del antiguo alfabeto hindú. La "Enciclopedia" me indicaba algunos trabajos sobre la lengua malaya, y sin titubear consulté uno de ellos, allí citados. Copié el alfabeto, como también su pronunciación figurada, y salí. Anduve por las calles, de aquí para allá, rumiando letras y más letras. En mi cabeza danzaban jeroglíficos; de vez en cuando consultaba mis notas; entraba en los jardines y escribía con un palo en la arena de los paseos columnas de signos, para fijarlos bien en mi mente y habituarme en ese ejercicio de la escritura.

Ya de noche, cuando pude entrar en la pensión, sin que me notaran, como para evitar preguntas indiscretas del casero, continué aún en mi cuarto deletreando el alfabeto malayo, y lo hice con tanto ahínco, con tal firmeza, que a la mañana siguiente lo sabía perfectamente de memoria.

Me convencí de que aquella lengua era la más fácil del mundo y salí; mas no tan temprano, que evitase el encuentro del encargado de las habitaciones. Verme y encararse conmigo fue la misma cosa: "Señor Castelo: ¿cuándo saldamos su cuenta?" Respondíle entonces, con la más encantadora esperanza: "En fecha muy breve... Espere un poco... Tenga paciencia... Seré nombrado profesor de javanés, y ..." Me interrumpió de improviso: "¿Qué diablos es eso de profesor de javanés, señor Castelo?" Me agradó el interés, por cierto bastante divertido del hombre y, aprovechando la oportunidad, quise herirlo en su patriotismo de buen portugués: "Javanés es una lengua que se habla cerca de Timor. ¿Sabe en dónde está eso?".

Oh!, alma ingenua... Aquel hombre se olvidó de mi deuda y me dijo con su hablar fuerte de los portugueses: "Francamente, yo muy bien no sé dónde está eso ni lo que es, pero tengo entendido que son unas tierras que tenemos por el lado de Macao. ¿Sabe algo de eso, señor Castelo?".

Animado por esta escapatoria afortunada que me proporcionó el asunto javanés, volví nuevamente a buscar el anuncio. En efecto, allí estaba. Decidí animosamente proponerme como profesor de idioma oceánico. Redacté la respuesta. Pasé por el diario y dejé la carta. Volví nuevamente a la Biblioteca Nacional y continué con mis estudios de javanés. No realicé grandes progresos en ese día; ignoro si por entender que era suficiente con el conocimiento del alfabeto o por haberme agradado más los datos sobre literatura y bibliografía que el estudio del idioma, que era precisamente lo que tendría que enseñar...

Al cabo de dos días, me llegó una carta para presentarme en la casa del doctor Manuel Feliciano Soares Albernaz, barón de Jacuecanga, en la calle conde de Bonfim, no recuerdo bien el número. Es preciso que no olvides que entretanto continué estudiando mi malayo, esto es, el tal javanés. Además del alfabeto, me informé del nombre de algunos autores, como de diversas frases, preguntas y respuestas, tal como: "¿Cómo está usted?" y dos o tres reglas más de gramática, amén del alfabeto y unas veinte palabras más del léxico.

¡No te puedes dar una idea de las grandes dificultades que hallé para proporcionarme los cuatrocientos reis del viaje! Te aseguro que es mucho más fácil aprender javanés, puedes estar cierto, que encontrar unas míseras monedas. Finalmente, tuve que decidirme por ir a pie. Llegué sudado; y, con maternal cariño, las viejas plantas, que se perfilaban en la alameda, delante de la casa del aristócrata, me recibieron, me acogieron y me reconfortaron. En toda mi vida fue ese el momento en que sentí cierta simpatía por la naturaleza.

Era una casa enorme que parecía estar desierta, mas no sé por qué me vino el pensamiento, ante esa contemplación, de que se notaba, más que pobreza, algo así como cansancio y dejadez. Debía estar despintada desde hacía muchos años; descascaradas las paredes, rotas las salientes del tejado, de esas tejas revestidas de otros tiempos, desguarnecidas aquí y allí, como bocas desdentadas o mal cuidadas.

Miré un poco el jardín y vi la pujanza vengativa de las plantas silvestres junto a las otras domésticas, a varias de las cuales habían expulsado completamente. Algunas, escondidas, casi ocultas, trataban apenas de vivir entre tanta asfixia. Llamé. Tardaron bastante en responder. Por fin, llegó un viejo negro africano, cuyas barbas de algodón rizado, lo mismo que su rala cabellera, daba a su fisonomía una aguda expresión de ancianidad, dulzura y sufrimiento.

En la sala había una galería de retratos: arrogantes señores de luenga barba se perfilaban encuadrados en inmensas molduras doradas, y dulces perfiles de señoras, con peinados imponentes, grandes abanicos, que parecían querer subir a los aires, enfundadas en los redondos y abultados vestidos, como globos; mas de todas aquellas cosas, a las cuales el polvo daba mucha más antigüedad y respeto, lo que más me agradó fue un bello jarrón de porcelana de China o de la India, o algo parecido... Aquella pureza de la alfarería, la fragilidad, la ingenuidad del dibujo, aquel brillo tenue de luna, me decían que aquel objeto había sido hecho por las manos de una criatura, de sueños, para encanto de los ojos ya viejos y cansados, desengañados del mundo...

Esperé un instante al dueño de la casa. Tardó un poco. Un tanto inseguro, con un gran pañuelo de hilo en las manos, tomando de vez en cuando el viejo rapé de antaño, me inspiró un sentimiento de respeto cuando lo vi llegar. Tuve deseos de marcharme. Aunque no fuera él el discípulo, era siempre un crimen engañar a ese anciano, cuya vejez traía asociada a mi mente algo de augusto, de sagrado. Dudé, pero me quedé. Adelantándome, dije: "Yo soy el profesor de javanés, que el señor ha pedido". "Tome asiento -me respondió el viejo-, ¿Es usted de Río de Janeiro?" "No señor -respondí-, soy de Canavieiras. "¿Cómo? -volvió a preguntar el viejo-. Hable un poco más alto, soy un poco sordo". "Soy de Canavieiras, de Bahía" -insistí yo. "¿En dónde hizo sus estudios?" "En San Salvador". "¿Y en dónde aprendió javanés?" indagó él, con aquella su manera insistente tan peculiar de los viejos.

Yo no contaba con esa pregunta, mas inmediatamente inventé una mentira. Le conté que mi padre era javanés. Tripulante de un navío mercante, llegó a Bahía, y se estableció cerca de la localidad de Canavieiras como pescador, se casó luego y prosperó, y precisamente aprendí el javanés con mi padre.

- "¿Y lo creyó? Pero ¿y la cara, el físico?" -preguntó mi amigo, que hasta entonces permanecía en silencio.

- No soy -repliqué- muy diferente de un javanés. Estos mis cabellos recios, duros y bastante gruesos, como mi piel de color mate, pueden darme muy bien un aspecto de mestizo malayo... Tú sabes bien que, entre nosotros, hay de todo: indios, malayos, tahitianos, malgaches, incluso hasta godos. Es una comparsa de razas y de tipos de lo más extraños, capaz de dar envidia al mundo entero.

- Está bien, amigo mío, puedes continuar.

- El viejo me escuchaba atentamente, consideró mi físico, pareciéndome que me creía en efecto hijo de malayo, y me preguntó con dulzura: "¿Entonces está dispuesto a enseñarme javanés?" La respuesta salióme sin querer: "Esta bien". "Usted ha de quedar admirado -añadió el barón de Jacuecanga- que yo con esta edad desee aún saber algunas cosas más..."

- No tengo porqué admirarme. Muchos ejemplos se han visto en el mundo, por cierto muy aleccionadores.

- Lo que yo quiero, mi estimado joven..." "Castelo" -me adelanté yo-. Lo que yo quiero, mi estimado señor Castelo, es cumplir un juramento de familia. No sé si el señor sabe que yo soy nieto del consejero Albernaz, aquel que acompañó a don Pedro I, cuando abdicó. A su regreso de Londres trajo al Brasil un libro en una rara lengua, por el cual tenía máxima estimación. Un hindú o un siamés se lo dio en Londres, en prueba de agradecimiento por no sé cual servicio prestado por mi abuelo. Al morir mi antepasado, llamó a mi padre y le dijo: "Hijo, tengo este libro aquí, escrito en javanés. Quien me lo dio me aseguró que evita desgracias o trae felicidades para el que lo tiene. Yo no puedo saber si tal cosa es cierta o no lo es. En todo caso, guárdalo; mas si quieres que el hado que me dictó el sabio oriental se cumpla, procura que tu hijo lo entienda, para que siempre nuestra raza sea feliz". Mi padre -continuó el viejo barón- no tuvo mucha fe en esas historias; con todo, guardó el libro. A las puertas de la muerte, me lo dio y me dijo la misma sentencia, lo mismo que prometiera a su padre. Al comienzo, poco caso hice de esa historia del libro. Lo dejé en la biblioteca de la casa y me dediqué a mis actividades. Llegué incluso a olvidarme; mas de un tiempo a esta parte, he pasado por tantos disgustos, tantas desgracias acibararon mi vejez que me acordé de ese talismán de la familia. Tengo que leerlo y saber su contenido, comprenderlo, si no quiero que mis últimos días anuncien el desastre de mi posteridad; y para entenderlo, claro está que preciso saber el javanés. Esto es todo.

Callóse el viejo y noté que sus ojos se le habían puesto húmedos. Discretamente, los secó con el pañuelo y me preguntó si quería ver el libro. Le respondí que sí. Llamó al criado, le dio las instrucciones y me dijo que había perdido todos los hijos y sobrinos, quedándole solamente una hija casada, cuya prole estaba reducida a un hijito, débil de cuerpo y de poca salud, delgado e impresionable. Llegó el libro, era un viejo infolio, antiguo, encuadernado en cuero, impreso en grandes letras en un papel amarillo y grueso. Le faltaba la portada y por tal razón no se podía saber la época de su impresión. Conservaba aún unas páginas de prefacio, escritas en inglés, en donde leí que se trataba de ciertas historias del príncipe Fulanga, escritor javanés de mucho mérito.

Luego informé de eso al viejo barón que no se percató que yo había llegado allí por el conocimiento del idioma inglés. Y quedó encantado al saber la profundidad de mis conocimientos malayos. Estuve largo rato examinando las páginas de tal cartapacio, haciendo como que leía o deletreaba magistralmente aquella curiosidad, hasta que por fin contratamos las condiciones de los honorarios y las horas, comprometiéndome a que, antes de un año, el viejo pudiese leer ese mamotreto de una manera cabal.

Poco tiempo después daba mi primera lección, mas el viejo no fue tan diligente como yo. No conseguía aprender a distinguir ni a escribir siquiera cuatro letras. En fin, con la mitad del alfabeto llevamos más de un mes y el señor barón de Jacuecanga no llegó a dominar la materia: aprendía y desaprendía fácilmente.

La hija y el yerno (me imagino que hasta ese momento nada sabían de la historia de tal libro) llegaron a tener noticias de los estudios del viejo; pero no se molestaron por eso. Hallaron graciosa tal preocupación y se imaginaron que eran cosas para distraerse o manías de carcamal.

Aunque te extrañe, caro amigo Castro, el yerno quedóse profundamente admirado al ver la capacidad del profesor de javanés. ¡Qué cosa singular! Él no se cansaba de repetir: "¡Es algo asombroso! ¡Tan joven y ya con semejantes conocimientos! ¡Si yo supiese eso dónde estaría!"

El marido de doña María de la Gloria (así se llamaba la hija del barón) era juez, hombre relacionado e influyente; mas no ocultaba ante todos su admiración por mi javanés. Por otra parte, el barón estaba contentísimo. Al cabo de dos meses desistió de semejante aprendizaje y me pidió que le tradujese, tres días por semana, fragmentos del libro encantado. Le bastaba con entenderlo; nada se oponía a que otra persona tradujese el libro y él lo escuchase. Así se evitaba la fatiga del estudio y cumplía el encargo.

Debo decirte que hasta hoy nada sé de javanés, mas urdí una historia bien tonta, dándole las características de un viejo cronicón, como muchos que conocía. ¡Cómo escuchaba él aquellas tonterías! ... Quedaba extático, como si estuviese oyendo palabras de un ángel. ¡Y más méritos se acrecentaban ante sus ojos! ...

Me dio alojamiento en su casa, me colimaba de regalos, y bien pronto me aumentó el sueldo. Pasaba, en fin, una vida regalada.

Contribuyó mucho a eso la circunstancia de haber recibido una herencia de un pariente olvidado que residía en Portugal. El buen viejo atribuía la causa a mi javanés; y yo mismo casi llegué a creer también tal cosa.

Fui perdiendo mi remordimiento, aunque siempre tuve miedo de que el día menos pensado apareciese alguien versado en javanés, y se evidenciara mi desconocimiento de tal idioma malayo. Ese era mi temor, que llegó a acentuarse cuando el viejo barón me mandó con una carta al vizconde de Carurú, para que me hiciese entrar en la carrera diplomática. Aduje con calor mi falta de elegancia, mi fealdad, mi aspecto tagalo. "¡Qué importa! -me replicaba- . Vaya, muchacho; usted sabe javanés, y eso basta!" Fui. El vizconde me mandó a la Secretaría de Asuntos Extranjeros con diversas recomendaciones. ¡Fue un éxito rotundo!

El director llamó al jefe de la sección, diciéndole: "¡Vea, amigo, un hombre que sabe javanés!; qué portento!"

Los jefes de las diversas secciones me llevaron a los oficiales y éstos a los amanuenses y uno de éstos me miró con odio, no sé si de envidia o de admiración... Y todos me decían: "¿Con que sabe javanés? ¡Qué idioma difícil! ¡No hay nadie, salvo usted en esta casa, que sepa javanés!"

El amanuense de marras que me miró con odio, acudió entonces: "Ciertamente, usted sabe javanés, mas yo se canaque; ¿conoce usted esa lengua?" Le dije que no y pasé a ver al ministro.

El alto funcionario levantóse, puso sus manos en las caderas, luego arregló los lentes sobre la nariz y preguntó: "¿Así que sabe javanés?" Le respondí que sí; y a sus preguntas de dónde y en qué lugar, le conté la vieja historia de mi padre javanés... "Bien -díjome el ministro-, usted no puede entrar en la diplomacia: su físico no lo favorece... Lo mejor sería un buen consulado en Asia o tal vez en Oceanía. Por el momento no tenemos vacante, pero como pienso hacer una reforma, usted entrará. De hoy en adelante, queda usted agregado al Ministerio en mi gabinete; además, en breve se realizará un congreso de lingüística en el exterior y usted representará al Brasil. ¡Estudie, lea particularmente a Hovelacque, Max Muller y algunos otros!"

Imagínate tú que yo, sin saber nada de javanés, me encontraba empleado en virtud de esos conocimientos, como también nombrado para representar al Brasil en un congreso de sabios...

El viejo barón murió en ese ínterin, pasando el legado del libro al yerno con el deseo de que éste lo transmitiese a su vez al nieto, cuando tuviera la edad conveniente. Me dejó también en el testamento alguna cosa.

Me puse a estudiar con afán las lenguas malayo-polinésicas; pero todo era inútil. Bien nutrido, bien vestido, bien dormido, no tenía la energía necesaria para hacer entrar en mi cabeza aquellas cosas tan raras. Compré libros, me subscribí a revistas, tales como: "Revue Anthropologique et Linguistique", "Proceedings of the English", "Oceanic Association", "Archivio Glottologico Italiano", ¡y el diablo!... Y lo más curioso del caso es que mi fama crecía. En las calles, los informados de mis cualidades, me señalaban diciendo a los otros: "Allí va el sujeto que habla javanés". En las bibliotecas, los gramáticos me consultaban sobre la colocación de los pronombres en tal o cual lugar de las islas de Sonda. Recibía cartas de los eruditos del interior, los diarios citaban mis conocimientos y me negué a aceptar varios alumnos deseosos de aprender el javanés. Por invitación de la dirección del "Journal do Comercio" escribí un artículo de cuatro columnas sobre la literatura javanesa antigua y moderna".

- ¿Cómo es que tú sabías eso? -me interrumpió atento Castro.

- Muy sencillo: primero describí la isla de Java, con el auxilio de diccionarios y obras geográficas, y luego comencé a citar nombres a más no poder.

- ¿Y nunca dudaron? -me inquirió interesado mi amigo.

- Nunca. Es decir, una vez casi quedé perdido. La policía prendió un sujeto, un marinero bronceado, que sólo hablaba una lengua extraña, misteriosa. Llamaron a diversos intérpretes, pero ninguno lo entendía. Fui también llamado, con todos los respetos que mi sabiduría merecía, naturalmente. Tardé en ir, pero me decidí finalmente. El marinero ya estaba en libertad, merced a las gestiones del cónsul holandés, con el cual se pudo entender por media docena de palabras holandesas. ¡El tal marinero era javanés!... ¡Aquello fue terrible!

Llegó entretanto la época del congreso, y como era natural, partí para Europa. ¡Qué delicia! Asistí a la inauguración y también a las sesiones preparatorias. Me inscribieron en la sección de tupi-guaraní, y marché luego para París. Antes, empero, hice publicar en el "Mensajero de Basilea" mi retrato, con una cantidad de notas biográficas y bibliográficas. Cuando regresé, el presidente me pidió disculpas por haberme colocado en aquella sección. No conocían mis trabajos y juzgaron que, por ser un americano-brasileño, me estaba naturalmente indicada la sección de tupi-guaraní. Acepté las explicaciones y hasta hoy no pude escribir mis obras sobre el javanés, para mandárselas, tal como se lo había prometido...

Concluido el congreso, mandé publicar extractos de artículos del "Mensajero de Basilea" en Berlín, en Turín y en París, donde los lectores de mis obras me rodearon y les ofrecí un banquete que me costó casi diez mil francos, lo que me restaba de la herencia del crédulo barón de Jacuecanga...

No perdí tiempo ni mi dinero. Llegué a ser una gloria nacional, y al saltar en el muelle a mi regreso, recibí una ovación de todas las clases sociales y del Presidente de la República, quien días después me invitaba a un almuerzo en su compañía. A los seis meses fui nombrado cónsul en La Habana, en donde estuve seis años y adonde regresaré muy en breve, para perfeccionarme en los estudios de las lenguas malayas, melanesias y de la Polinesia".

- ¡Es fantástico! -observó Castro, tomando su vaso de cerveza.

- Pues mira tú, si no fuera porque me encuentro contento con mi profesión, ¿sabes lo que sería?

- ¿Qué?

- ¡Bacteriólogo eminente! ¿Vamos?

- Vamos...

                                                                           FIN