sábado, 6 de septiembre de 2014

septiembre 06, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Don Algón entró en el cuarto del archivo y sorprendió al office boy en apretado trance de carnalidad con una de las secretarias. “¡Bellaco! -le dijo con expresión furente-. ¿Para esto te pago?”. “No, señor -respondió muy cortés el mozalbete-. Esto lo hago gratis”. Contrita, compungida y conturbada Dulcilí les informó a sus papás que estaba un poquitito embarazada. Gimió con pesadumbre: “No supe lo que hice, pero mi novio piensa que lo hice muy bien”. Pompona Tetonier, joven mujer en plenitud de vida, y muy frondosa, casó con Apenino, muchacho que si bien no era un alfeñique tampoco podía ser calificado de fuerte o vigoroso. Desde la primera noche de casados la ávida fémina le planteó a su maridito demandas eróticas cuantiosas. Quería hacer el sexo a mañana, tarde y noche, y los fines de semana añadía a esas tres peticiones cotidianas otras cuatro o cinco adicionales, so pretexto de que no había nada más que hacer. Una noche, después de uno de aquellos numerosos trances, Pompona le preguntó a Apenino: “Dime, mi cielo: ¿qué quieres para nuestro primer mes de casados?”. Con voz apenas audible respondió él exhausto y agotado: “Llegar”. A media mañana don Cornulio se sintió mal en la oficina y le pidió a su jefe que le permitiera irse a su casa. Llegó a su domicilio y encontró a su mujer en brazos y lo demás de un individuo. Poseído por ignívoma cólera don Cornulio llenó al sujeto de calificativos denostosos. Le dijo: “¡Es usted un infame, un canalla, un bribón!”. Replicó, severo, el tipo: “Y usted, señor mío, es un irresponsable. ¿No debería estar en su trabajo a esta hora?”. En el momento del amor la esposa del gran jefe de los pieles rojas le dijo a su consorte: “Ya sé que tienes que justificar tu nombre, Toro Sentado, pero para hacer esto hay muchas otras posiciones”. A veces da vergüenza pertenecer al género humano. Las decapitaciones de periodistas norteamericanos llevadas a cabo por fanáticos pertenecientes al Estado Islámico han horrorizado al mundo y han sido causa de repulsa universal. Debo decir, empero, que la forma en que en Estados Unidos se aplica la pena de muerte me provoca igual vergüenza y semejante indignación. A sangre fría, con frecuencia después de muchos años de cometido el delito, el reo es privado de la vida en condiciones que llegan a ser macabras, como las de los infelices que han tardado más de 20 minutos en morir tras de serles aplicadas inyecciones letales defectuosas. Ciertamente aquellas decapitaciones son actos de crueldad imperdonables, pero hemos de preguntarnos si no son objetables también esas ejecuciones que muchas veces, más que ejercicio de justicia, parecen actos de sórdida venganza de una sociedad violenta que sigue siendo racista y discriminadora. A veces, vuelvo a decirlo, da vergüenza pertenecer al género humano. Afortunadamente vienen Mozart y Beethoven, Shakespeare y Cervantes, San Francisco de Asís y la Madre Teresa de Calcuta, Miguel Ángel y Van Gogh, Einstein y Darwin, y muchos más como ellos, y nos salvan de esa vergüenza. El obispo iba a llegar al pueblo en visita pastoral. Como eso sucedía cada venida de obispo la gente engalanó sus casas, el alcalde se compró zapatos nuevos y el cura párroco organizó una lucida procesión que sería encabezada por el ilustre visitante. Hombres, mujeres y niños salieron a la calle -lo que estoy narrando aconteció en los años veintes del pasado siglo-, y formaron una valla en la aceras para vitorear al dignatario. A su paso le gritaban vivas; las muchachas, vestidas con el hábito azul y blanco de la congregación mariana, le lanzaban pétalos de flores al tiempo que los Caballeros de Colón alzaban sus relucientes espadines para que Su Excelencia pasara bajo ellos. Entre los jubilosos fieles estaban los dos borrachines del lugar, Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra. Se habían conseguido sendas banderitas con los colores del Vaticano, y las ondeaban con fervor devoto. Empédocles le dijo a Astatrasio: “En el momento en que Monseñor pase frente a nosotros hay que gritarle algo bonito”. Se pusieron de acuerdo, y cuando el obispo pasó ante ellos le gritaron con voz llena de entusiasmo y fe: “¡Señor Obispo! ¡Que chingue a su madre el diablo!”. FIN.