viernes, 11 de julio de 2014

julio 11, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, se quejó con la policía de haber recibido una llamada telefónica obscena. Declaró con indignación: “¡Durante una hora y media tuve que estar oyendo las cosas más indecentes que puedan ustedes imaginar!”. Don Chinguetas le preguntó a doña Macalota: “¿Dónde están mis lentes?”. Le dijo ella: “Los traes en la nariz”. Replicó don Chinguetas: “¿No puedes ser más específica?”. Optimista es un hombre que quiere casarse. Pesimista es el optimista que se casó. Minucio, muchacho sumamente bajito, salió una noche al bosque con Alabarda, joven mujer de elevada estatura. En las sombras le pidió un beso, y ella accedió. Para poder besarla Minucio se subió al tronco de un árbol. Caminaron luego por una hora. “¿Puedo darte otro beso?” -preguntó él, esperanzado. Ella guardó silencio. “Dime sí o no -le pidió Minucio-. Ya me cansé de venir cargando el tronco”. La ley debe aplicarse sin hacer distinción de personas. Ahí donde eso no sucede se instaura una peligrosa inseguridad jurídica. En México la ley se aplica según el capricho de los poderosos, que se valen de jueces y magistrados obsecuentes para hacer del derecho un instrumento de opresión o de venganza. Todos podemos ser víctimas de esa viciosa situación. No priva aquí el estado de derecho, y estamos siempre expuestos en nuestras personas y en nuestras propiedades a cualquier abuso por parte de los detentadores del poder. ¿Llegará México algún día a ser un estado de derecho? Respondo a esa pregunta evocando a un personaje cuyo nombre sirve para expresar escepticismo o duda: Estaca Brown. El cuento que ahora sigue está prohibido por la moral de todos los países. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un insulto de pitiriasis rubra exfoliativa que su médico de cabecera hubo de tratarle con sinapismos de gallocresta. Las personas que no deseen exponerse a tan penoso accidente harán bien en omitir la lectura de ese execrable chascarrillo, más propio de goliardos que de gente con sindéresis y racionalidad. Un hombre consiguió trabajo en un remoto campamento de leñadores. Tan alejado estaba ese lugar que el pueblo más cercano quedaba a 100 kilómetros, centímetros más, centímetros menos. A las pocas semanas de encontrarse ahí el recién llegado sintió el urente llamado de la carne. Le preguntó a uno de sus compañeros. “¿Qué hacen ustedes para desfogar los impulsos naturales?”. “Los desfogamos en el cocinero -respondió el otro-. Es lo único que tenemos a la mano”. “¡Qué barbaridad! -se escandalizó el sujeto-. ¡Prefiero recurrir a la ídem antes que caer en una práctica que riñe con mis convicciones!”. “Allá tú -le dijo el amigo-. Pero debo decirte que otros mostraron al principio la misma reticencia que ahora muestras tú, pero no pasó mucho tiempo sin que claudicaran en sus convicciones”. “Yo no lo haré -repuso con energía el individuo-. Y déjame decirte lo mismo que el poeta dijo: ‘No intentes convencerme de torpeza con los delirios de tu mente loca. Mi razón es al par luz y firmeza, firmeza y luz como el cristal de roca’”. El amigo, interesado, le preguntó: “¿Te sabes ‘El brindis del bohemio’?”. El novato respondió que no, y el otro se fue dejándolo a solas con sus pensamientos. Tenía razón su compañero. Al paso de los días el cuerpo empezó a reclamar con intensidad creciente el censo que impone la naturaleza. Llegaron a tanto sus urgencias que un día llamó a su camarada y le pidió que lo llevara con el cocinero. “Te dije que tarde o temprano renunciarías a tus convicciones -le dijo el amigo-. ‘Semen retentum venenum est’, decían los estudiantes en latín macarrónico para justificar sus excursiones a las mancebías. Vayamos con el cocinero. Así sedarás tu concupiscencia”. “Una cosa te pido -le suplicó el otro-. Nadie debe enterarse de lo que voy a hacer”. “Imposible -respondió, terminante, el compañero-. Siete personas tienen por fuerza que enterarse”. “¿Siete? -se espantó el otro-. ¿Quiénes son esos siete?”. Respondió el amigo: “Tú, yo, el cocinero, y los cuatro hombres que se necesitan para tener agarrado al cocinero. Él también tiene sus convicciones y no ha renunciado a ellas”. FIN.