jueves, 3 de julio de 2014

julio 03, 2014
CONKAL, Yucatán, 3 de julio.- A diferencia de muchos pueblos de Yucatán, Conkal, un poblado cercano a Mérida, cuenta con dos ambulancias de traslado de pacientes. Una es para todos los habitantes del pueblo que requieren asistir a consultas médicas a diferentes hospitales de la capital del estado. La otra es para las personas que viven en el albergue Oasis de San Juan de Dios, un centro de apoyo y atención para personas con VIH, y algunos pocos habitantes del pueblo que no tienen miedo de infectarse del virus por ir en la misma ambulancia que ellos.

Carlos Méndez Benavides tras iniciar, junto con otras agrupaciones, un proceso legal para que se reconozca el derecho al matrimonio igualitario en Yucatán (foto: JMRM)

Desde 1996, cuando un donante cedió algunos terrenos en este municipio a Carlos Méndez Benavides, fundador del albergue y quien hasta la fecha está a la cabeza de la organización que también apoya la lucha contra la pandemia en el estado, los pobladores, enterados de que el espacio sería utilizado para atender a personas con el virus, comenzaron a reclamar y pedir su cierre porque los moscos también podían picarlos a ellos y “contagiarlos” de lo que tenían los del albergue.

Meses después, ya instalados, los vecinos pedían al presidente municipal que exigiera la construcción de bardas alrededor del albergue porque no querían ver a los pacientes, pues les causaban “lástima y asco”. Además, con la barda, éstos ya no se podían escapar ni salir a infectar a los demás.

“Sidosario”, un lugar donde se queman cadáveres de gente muerta, donde se infecta el agua de la región o donde los “sidosos” “usan” a mujeres e hijas, han sido parte de los sobrenombres y mitos que han surgido entre los vecinos del albergue que desde hace más de 20 años ha atendido a más de 700 personas con VIH.

El albergue

Por la estrecha carretera conducente a los alrededores del pueblo, se vislumbra una bicicleta montada por un hombre en cuyos brazos viaja un niño no mayor a seis años. Lo verde del paisaje contrasta con el auge inmobiliario que si bien aún es incipiente, amenaza con suprimir esa tranquilidad con la que viajan ambos por el camino cuyo fin es Puerto Progreso.

Casi un kilometro después, los dos ingresan a un predio que por fuera parece ser uno más de tantos terrenos con poca construcción y centenas de metros vírgenes. La diferencia en este terreno es que después de ingresar y ver una gran cruz en la puerta principal, tanto el hombre como el niño ingresan a un oasis donde han encontrado paz, tranquilidad y amor para enfrentarse a la dureza del estigma, la discriminación e ignorancia que les condena por el hecho de ser personas VIH positivas. 

Ellos son Javier y Elías, habitantes del albergue. Elías, por ser pequeño y estar en edad de aprender, acude todos los días a la escuela primaria para obtener herramientas para la vida futura, pues el deseo de Don Carlos, como le llaman al fundador del lugar, es que Elías haga una vida fuera del albergue de la mejor manera posible. 

El eterno pedaleante es Javier, quien llegó hace algunos meses después de haber pasado algún tiempo en reclusión. Ahora se encarga de acompañar a los niños a las consultas, recoger en su bicicleta los víveres que les regalan algunas personas de Conkal y cada tarde arriba con una gran bolsa de bolillos donada por un panadero del pueblo a los 29 habitantes actuales de Oasis.

La mitad del espacio se usa para las viviendas, el comedor, los almacenes, los baños y la biblioteca. La otra mitad es la granja donde se crían cerdos, pollos y gallinas y hay hortalizas. Este espacio es parte de un proyecto europeo que donó los animales a través de la Escuela Agraria Ecológica del poblado de Mani y está enfocado a lograr la autosuficiencia del albergue.

Sin terreno 

El pasado septiembre, empresarios de la industria inmobiliaria reclamaron la posesión de los terrenos del Oasis e invadieron la mitad del área correspondiente a la granja bajo con argumento de que nadie la utilizaba. Fueron acompañados por cuatro patrullas de la policía estatal, dos municipales, una federal y maquinaria para tomar posesión del predio, acompañados de un notario que le dijo a Carlos: “no me importa, no veo”, cuando éste le mostró papeles que lo acreditaban como posesionario del espacio.

Desde hace años, algunos ejidatarios han intentado quedarse con esa propiedad. Poco tiempo después de haber llegado a Conkal, en 1996, se hicieron asambleas ilícitas entre ejidatarios para disputarla. En aquellos años, el Tribunal Comunitario Agrario emitió una sentencia favorable al Oasis y le otorgó la posesión del terreno.

A pesar de la sentencia, un comisario ejidal de la localidad les empezó a comprar los títulos a otros ejidatarios y se los vendió a las constructoras. En 2011, ya se había presentado una persona que aseguró ser agente ministerial y dijo que los iban a desalojar porque había otros dueños. 

El problema de las constructoras es con quienes les vendieron los terrenos y no con nosotros, afirma Carlos Méndez, quien lamenta que haya desinterés por parte de las autoridades yucatecas por solucionar las cosas, pues unos de los factores por los que un juez de distrito se negó a otorgarles un amparo es que Carlos no acudió acompañado por un notario al momento de la invasión del predio. 

Esto provocó que Jorge Fernández Mendiburu, abogado de la organización civil Indignación e integrante del Consultorio Virtual de Derechos Humanos Arturo Díaz Betancourt, de Letra S, optara por recurrir a los tribunales federales porque la situación era un despojo.

“Hay que entender que el problema es de posesión, la cual, está acreditada por los documentos que señalan a Carlos como poseedor del terreno. Esto implica que más allá de ser propietario, el terreno fue cedido a él para su posesión, y por tanto, nadie puede quitárselo”, aseguró el defensor legal, quien no descartó que el respaldo de las jerarquías políticas de Yucatán impidan el avance del caso.

Acoso escolar 

Los niños tienen pocos amigos en la escuela, señala con pesadumbre Carlos. Los tiempos del VIH han cambiado y ya no sólo se atiende a los hombres homosexuales como en un principio. 

La población es diversa (niños, mujeres y hombres) y hay que atender las necesidades especiales de cada grupo. Los infantes acuden a las escuelas de la localidad pero no están exentos del acoso escolar o bullying.

Cuando se envió a Mauro, hace algunos años, hubo revuelo en la Escuela Primaria Margarita Maza de Juárez. Él no tenía VIH pero sus papas sí. Muchos padres de familia pugnaron para que no lo dejaran estudiar allí, pues temían una posible infección de sus hijos. La discusión subió a tal grado que amenazaron con sacar a sus hijos de la escuela si Mauro seguía inscrito en el plantel.

El niño siguió sus estudios en la escuela. Al poco tiempo, sus compañeros le comenzaron a decir “pisamierda” porque les habían explicado que el sida era como la mierda del caballo, cuyo olor no se quita tan fácil.

Tan recurrente fue la situación que un día llegó al albergue y se encerró en el baño para embarrar, llorando, su excremento en las paredes, repitiendo que era una mierda. Tiempo después se fue del albergue con la satisfacción de haber cobrado venganza de su agresor a quien le dio un beso en la boca enfrente de todos sus compañeros.

Sin embargo, Agatha no ha corrido la misma suerte. Ella estudia en la misma escuela y hace unos días comenzaron a decirle que era “mierda”. Todos saben que vive en el Oasis y teme que por eso le digan esas cosas en la escuela. Ella ya no quiere asistir a clases. Las opciones no son muchas y para el siguiente ciclo escolar tendrá que regresar al mismo plantel a continuar su educación primaria. 

Otros pequeños como Ángel y Fernando han corrido con mejor suerte después de que la gente sabe que ellos no tienen el virus, y luego de las exclusiones que sufrieron por parte de sus compañeros de clase, ahora ya tienen uno o dos amigos.

Mitos y desinformación 

A la puerta del albergue hay una parada de transporte colectivo. Poca gente la utiliza. Prefieren no pasar por ahí o tomar el transporte al lado. Este paradero fue construido para el resguardo de la lluvia y como complemento a lo que se pensaba podía ser un restaurante de tacos y hamburguesas operado por el Oasis. El espacio hoy luce desolado a pesar de que aún quedan algunas mesas y sillas seminuevas. El intento no se convirtió en realidad porque a pesar de haber contratado televisión por cable, proyectar películas y adecuar el lugar de manera acogedora, la gente se resistió a comprar por temor a infectarse. Aquellos que compraron, regresaron a reclamar que los querían “contagiar”.

La inserción laboral de los habitantes del albergue es fundamental para que la estrategia de atención funcione. Ahora las personas con VIH tienen una sobrevida mayor a 20 años y necesitan adquirir aptitudes para insertarse al mundo laboral. Esta situación no ha pasado desapercibida para Carlos: desde hace años, mediante donaciones instaló una purificadora de agua en el lugar ante la negativa de una empresa de surtirles por miedo a que no pudieran distinguir qué garrafones se usaban en el albergue y la gente se pudiera infectar de VIH por beber de los mismos. El activista decidió iniciar un proyecto en el que llenaban dos garrafones por 50 centavos para seguir manteniendo la planta purificadora y generar algunos ingresos. La respuesta fue la ruptura de una parte del sistema y la clausura de uno de los pozos del albergue.

Además, muchos pobladores decían que el agua estaba infectada por los orines de las personas que vivían ahí. No tuvieron ventas y tampoco pudieron mantener la planta.

Tiempo después, el director de la Escuela Agropecuaria del Instituto Tecnológico de Conkal intentó apoyar con la donación de unos papayares y mangueras para el riego. Una vez que empezaron a producir, propuso que en el albergue se preparara dulce de papaya para envasarlo y darlo a probar en una fiesta que ofrecería en su casa. Dijo que si gustaba, se podría comenzar una producción en línea. Cuando explicó dónde se había hecho el dulce, algunos asistentes lo escupieron, le reclamaron e incluso dejaron de hablarle. El intento no fructificó.

La lucha contra el VIH ha cambiado. Ahora en el Oasis hay más jóvenes y menores de edad. Lejos quedan esos días en los que Carlos decidió dejar su empleo en la industria de la construcción para apoyar a hombres homosexuales que eran abandonados por sus familias, para que pudieran bien morir en algún sitio.

Atrás están esos momentos en que buscó refugios en cuartos de vecindad a medio abandonar para instalar a los que en un principio eran sólo sus amistades y después personas de muchos lugares de la península de Yucatán.

Para él, perviven el estigma y la discriminación hacia las personas con VIH a pesar de los avances científicos y el paso de los años. Asegura que ahora llora cada vez que ocurren actos en contra de ellos porque por mucho tiempo no lo pudo hacer ante la necesidad de fortaleza para afrontar la situación y seguir la búsqueda de la permanencia de este lugar, nombrado Oasis siguiendo el concepto propuesto por la Madre Teresa de Calcuta de crear espacios de amor y comprensión para los enfermos. (Leonardo Bastida Aguilar para La Jornada)