martes, 24 de junio de 2014

junio 24, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Debería haber un historiador que contara la historia de la gente sin historia. Los hombres y mujeres que no tienen nombre son quienes verdaderamente construyen la historia. Mientras los grandes personajes dicen que 300 siglos os contemplan desde estas pirámides, o -más modestamente- que si hubiera parque no estaría usted aquí, ellos, los héroes innominados, hacen el pan, la silla, los zapatos. Sus vidas forman el grande y silencioso río de la vida, ése por el que ahora tú y yo vamos navegando. Toma, por ejemplo, a esta nana mía. Era pequeña de cuerpo, y delgada como una espiga. Parecía una niña que tuviera mucha edad. En las tardes, a la hora de la siesta, juntaba dos sillas y se acostaba en ellas, acurrucadita, y dormía hasta que la casa volvía a despertar para la merienda. Me arrullaba con cantos de la iglesia. Por ella los aprendí; por ella los recuerdo ahora que no los canta nadie ya: “Altísimo Señor, / que supisteis juntar / a un tiempo en el altar / ser cordero y pastor...”. Estaba yo con mi nana aquella tarde en que de pronto oímos un estruendo sordo. Se había caído la cúpula del templo de San Juan Nepomuceno. Dijo ella: “¡Alabado sea Dios!”. Salimos a la puerta y vimos que venían Lucita y Mariquita López, más temblorosas que nunca, más pálidas que siempre. Nos contaron que iban llegando ya a la iglesia cuando vieron que la cúpula se venía abajo. “Un momentito más y...”. Los vestidos de las ancianas señoritas, sempiternamente de luto, estaban grises por el polvo que levantó el derrumbe... En la familia se contaban cosas de mi nana que yo no comprendía. Se la robó un jefe revolucionario, en la villa de General Cepeda, cuando ella no cumplía aún los 14 años. Su familia la vio irse como se ve a un papel arrastrado por el viento. Fueron todos a la estación del tren a despedirla. Ella los miró a lo lejos, y con sonrisa triste les dijo adiós con la mano desde la ventanilla del vagón. Su papá le habló con voz sorda a su mujer, que lloraba sin hacer ruido: “Mejor hubiéranos tenido puros hombres”. Regresó a los dos años, con un niño en los brazos. Tocó a la puerta de su casa, como una extraña, y cuando su madre abrió ella se arrodilló en la acera para pedir perdón. La señora se arrodilló con ella, se abrazaron y lloraron las dos ahí, en la calle. Después, para ganar su vida y la de su hijo, se empleó como criada en casa de mis abuelos maternos. Una y otra vez contaba su historia a las ávidas hijas, que se morían de curiosidad por escuchar nuevos detalles, y una y otra vez la repetía para las visitas, que la oían con los oídos bien abiertos y los ojos más. “Cuando llegamos a la Capital nos hospedaron en un palacio que llaman de Chapultepé. A Pancho y a mí nos tocó dormir en la cama de una señora que le decían Carlotita”... Las muchachas le pedían en en voz baja, de complicidad: “Cántanos una canción”. Esperaban oír uno de esos cuplés picosos que las bataclanas de entonces -la Conesa, la Montalbán, la Derba- cantaban en los teatros de la Capital. Y ella: “Altísimo Señor...”. “¡Anda, tonta!”. Con el tiempo mi abuela la prestaba a aquella de sus hijas que salía embarazada. La nana se hacía cargo de la casa, y asistía al doctor Farías en los partos. Recibía a la criatura de manos del doctor; la lavaba; la liaba con destreza, como a pequeña momia, y le ponía un gorrito. Si la recién parida no tenía leche ella buscaba una nodriza entre sus numerosas conocencias. Fue nana de todos nosotros. A todos, decía, nos cargó. Ella anunciaba en el vecindario, casa por casa, nuestro nacimiento: “Que dice doña Carmen -o doña Beatriz, o doña Adela- que ya tiene usted un nuevo criado a quien mandar”. O una nueva criadita, si era niña ... Pasaron los años. Eso es lo que mejor saben hacer: pasar, además de curar males del alma. En la cocina de la casa familiar hice poner, en azulejos de barro saltillero hechos por los hermanos García, los nombres de las santas mujeres que siendo criadas nos criaron. Ahí, en el lugar de honor, está su nombre: Lucía. Lo miro y vuelvo a oír la tenue voz: “Altísimo Señor...”. Con el Señor está en lo alto esa mujer humilde que nos dio su vida. Conté su historia porque no tiene historia... FIN.