martes, 17 de junio de 2014

junio 17, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Pródiga fue la cosecha en el huertillo. Las ramas de los durazneros se doblaban con el peso de los hermosos frutos, aterciopelados como mejilla de doncella; las evangélicas higueras se llenaron de higos, negros como la noche, como la noche dulces; por todas partes crecían las acelgas, gratas a la vista en las amelgas, gratísimas al paladar en la cazuela. El dueño de aquel solar se preguntaba qué haría con los opimos dones. Y el hortelano, que tiene los pies bien puestos en la tierra, pues en la tierra ha tenido bien puestas las manos desde niño, le propuso una idea: ¿por qué no ir el domingo al mercado de la plaza a vender esa cosecha? Los fines de semana el pueblo se llena de gente ansiosa de comprar; seguramente lo venderían todo. El dueño del huerto no tiene espíritu fenicio: carece de las dotes que dan fortuna al hombre de comercio. Sin embargo el hortelano lo anima con mucho ánimo: irán los dos y realizarán la rica mercancía en un dos por tres. O a lo más en un tres por dos. Y allá va el aprendiz de vendedor, algo cortado, su hortelano como ufano auriga al frente del carretón, él sentado en la parte de atrás, con las piernas colgando desairadamente. Porque ha de saberse que el hortelano tiene un carretón que tira un burrillo plateresco, como el de Juan Ramón. Y llegan los tres -el dueño, el hortelano y el burrillo- y se acomodan al lado de un vendedor de granos que los recibe hosco y ceñudo, como si las acelgas, los duraznos y los higos fueran competencia para el maíz y el frijol que vende él. Pronto acuden los compradores, y pronto se van los duraznos, las acelgas y los higos. Dos horas después a los improvisados vendedores ya no les queda nada qué vender. Felices y contentos se van los tres: el borrico, el hortelano y el dueño del huertillo. Transcurren unos días. Otra vez las amelgas se han llenado de hojas verdes; más duraznos han madurado en los durazneros, y en las higueras hay más higos. Cuando al Señor le da por dar, la cosa se pone a todo dar. Muy bien lo sabe quien esto escribe, que necesitaría muchos costales para meter las abundantes bendiciones que cada día recibe, y que agradece mucho porque muy poco las merece. Así pues, allá van nuevamente a la plaza el hortelano y el dueño del huertillo. Ahora no van en carretón, pues el borrico -dice su propietario- “está enfermo de melancolías”. También los asnos sufren de tristeza, y éste rumia desde hace días alguna pena ignota que lo tiene postrado y sin ganas de estirar el carretón. La mercancía, pues, se carga en la camioneta del dueño de huertillo. La camioneta es nueva, de último modelo, recién salida de la agencia. Es de ésas que llaman “4 por 4”; tiene doble cabina; es de color verde petróleo; sus llantas lucen rim cromado. Y allá van otra vez los flamantes mercaderes, hacia el mercado de la plaza. Llegan y encuentran sitio junto al mismo sujeto de la vez pasada. Los mira él, sombrío y atufado, y ve la camioneta. Luego, con voz llena de rencor, les dice estas palabras: “Les ha ido bien, cabrones”... El buen Padre Ripalda decía en su olvidado Catecismo que la envidia es “la tristeza del bien ajeno”. Pecado es éste el más triste de todos, pues los demás deparan al pecador cierto deleite: el perezoso disfruta de su holganza; el goloso es feliz con sus hartazgos; el avaro se goza contando sus riquezas; el iracundo desfoga su rabia con sádico placer; al soberbio lo ufanan sus vanidades. Al lujurioso -de intención lo he puesto aparte, pues es el que mayores goces goza- su lujuria le ofrece delectaciones inefables. Pero el envidioso no siente más que tristeza; en su pecado no hay alegría alguna, disfrute o regodeo. Más aún: sin quererlo rinde homenaje al envidiado. Yo le pido a Diosito que me libre de ser envidioso. No se preocupe Él de librarme de otros pecados -la gula y la lujuria sobre todo-, pero de la envidia sí, y de la soberbia, que es el pecado mayor, fuente de todos los demás. De los pecados de la carne, tan humildes ellos, el tiempo se encargará de librarme... FIN. (Milenio)