lunes, 26 de mayo de 2014

mayo 26, 2014
JERUSALÉN, 26 de mayo.- « Nos hará bien a todos nosotros, obispos, sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar: ¿quién soy yo ante mi Señor que sufre?». Se lo preguntó Papa Francisco durante el encuentro en la Iglesia de Getsemaní con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas. Al final de la visita al Gran Rabinato de Jerusalén, Papa Francisco visitó a un grupo de niños cristianos enfermos de cáncer. Los niños, que reciben las atenciones de una asociación local, deseaban encontrarse con el Papa, segín indicó el portavoz vaticano, el padre Federico Lombardi. Después se dirigió a la Iglesia de Getsemaní, para el encuentro con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas.


«Cuando llegó la hora señalada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, Jesús se retiró aquí, a Getsemaní, a los pies del Monte de los Olivos –dijo. Nos encontramos en este lugar santo, santificado por la oración de Jesús, por su angustia, por su sudor de sangre; santificado sobre todo por su “sí” a la voluntad de amor del Padre. Sentimos casi temor de acercarnos a los sentimientos que Jesús experimentó en aquella hora; entramos de puntillas en aquel espacio interior donde se decidió el drama del mundo».


«En aquella hora –prosiguió–, Jesús sintió la necesidad de rezar y de tener junto a sí a sus discípulos, a sus amigos, que lo habían seguido y habían compartido más de cerca su misión. Pero aquí, en Getsemaní, el seguimiento se hace difícil e incierto; se hace sentir la duda, el cansancio y el terror. En el frenético desarrollo de la pasión de Jesús, los discípulos tomarán diversas actitudes en relación con su Maestro: de acercamiento, de alejamiento, de incertidumbre».

Por ello, indicó, «nos hará bien a todos nosotros, obispos, sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar: ¿quién soy yo ante mi Señor que sufre?»; y después Papa Bergoglio se preguntó: «¿Soy de los que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad? ¿Me identifico con aquellos que huyeron por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena? ¿Descubro en mí la doblez, la falsedad de aquel que lo vendió por treinta monedas, que, habiendo sido llamado amigo, traicionó a Jesús?».  Y añadió: «¿Me identifico con los que fueron débiles y lo negaron, como Pedro? Poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría hasta la muerte; después, acorralado y presa del pánico, jura que no lo conoce. ¿Me parezco a aquellos que ya estaban organizando su vida sin Él, como los dos discípulos de Emaús, necios y torpes de corazón para creer en las palabras de los profetas?».

O, por el contrario, «¿me encuentro entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el apóstol Juan? Cuando sobre el Gólgota todo se hace oscuridad y toda esperanza parece apagarse, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre y del discípulo amado los lleva a permanecer a los pies de la cruz, para compartir hasta el final el dolor de Jesús».

«¿Me identifico con aquellos que han imitado a su Maestro y Señor hasta el martirio –prosiguió Francisco–, dando testimonio de hasta qué punto Él lo era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte último de su vida?».

Después el Papa observó y subrayó: «La amistad de Jesús con nosotros, su fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar con confianza en el seguimiento a pesar de nuestras caídas, nuestros errores y nuestras traiciones. Pero esta bondad del Señor no nos exime de la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la traición que pueden atravesar también la vida sacerdotal y religiosa. Todos estamos expuestos al pecado, al mal y también a la traición».

Y así, indicó, «advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra pequeñez, entre la sublimidad de la misión y nuestra fragilidad humana. Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita misericordia, nos toma siempre de la mano, para que no perezcamos en el mar de la aflicción. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos».

Por ello, Francisco exhortó: «no nos dejemos vencer por el miedo y la desesperanza, sino que con entusiasmo y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión».

Y «ustedes, queridos hermanos y hermanas, están llamados a seguir al Señor con alegría en esta Tierra bendita -concluyó. Es un don y una responsabilidad. Su presencia aquí es muy importante; toda la Iglesia se lo agradece y los apoya con la oración. Imitemos a la Virgen María y a san Juan, y permanezcamos junto a las muchas cruces en las que Jesús está todavía crucificado».

También recordó todos los sufrimientos de los cristianos de Jerusalén, a quienes exhort a «ser testimonies valientes de la passion de Cristo, pero también de su resurrección, con alegría y esperanza». (Domenico Agasso Jr / La Stampa)