viernes, 7 de marzo de 2014

marzo 07, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Ella a él: "Termino contigo porque eres un degenerado, un pervertido, un depravado, un corrompido, un degradado y un envilecido". Él: "¡No lo soy!". Ella: "Claro que sí. Tú sabes bien que eres pedófilo". Él: "¿Pedófilo? ¡Vaya palabra para una niña de 9 años!". Le dijo Babalucas al técnico: "Enciendo el televisor y no se ve nada. ¿A qué se deberá?". Respondió el hombre: "Posiblemente a que no es televisor: es horno de microondas". La señora, preocupada, le preguntó a su hija Dulciflor: "Tu nuevo novio ¿es un hombre formal?". "Más formal no lo podría encontrar, mamá -respondió ella-. Es muy trabajador, no fuma, no bebe, y ha estado casado 20 años con la misma mujer". Allá por 1950 Gabriel Figueroa, el genial camarógrafo mexicano, asistió en Hollywood a un almuerzo informal de cineastas. En el curso de la conversación habló de una misteriosa criatura en cuya existencia creían los indígenas que habitaban en las orillas de un lago michoacano. Mitad pez, mitad hombre, ese extraño ser tenía garras en las manos y aletas en los pies; su cuerpo estaba cubierto de escamas, e igual podía estar largo tiempo bajo el agua que caminar sobre la tierra para buscar alimentos o mujer. Un joven guionista norteamericano, William Alland, escuchó esa conseja y escribió un relato que luego sirvió para hacer una película que en español se llamó El monstruo de la Laguna Negra. El film se convirtió en una película de culto. Ingmar Bergman la consideraba obra maestra. Recuerdo que cuando la vi mis simpatías no estuvieron con los exploradores que buscaban al monstruo, sino con la criatura a la que perseguían. Lo mismo me pasaba en las películas donde salían indios pieles rojas: yo estaba con ellos, y no con la caballería americana. En el caso del llamado monstruo éste vivía feliz en su laguna, sin hacer daño a nadie, y los humanos llegaron a acosarlo con redes, a inficionar las aguas con sustancias tóxicas para obligarlo a salir a la superficie y dispararle con sus rifles. Cuando el monstro los atacó no hizo sino defenderse. "En el hombre existe mala levadura. -escribió Rubén-. Pero el alma simple de la bestia es pura". Yo pienso ahora en la matanza de las dulces ballenas, de las facundas focas, de los delfines platinados, de los memoriosos elefantes, de los gallardos ciervos; de tantas criaturas, en fin, que habitan esta arca de Noé que es el planeta, y que son muertas sin razón y sin necesidad por la ambición, la torpeza, la ignorancia o la soberbia de los hombres. Y digo que el verdadero monstruo somos nosotros. Deberíamos pedir perdón por los crímenes con los cuales estamos destruyendo esta casa donde viven los animales que llegaron aquí antes que nosotros. Seguramente la humanidad tardará en reconocer su culpa. Yo, por mi parte, le pido perdón al monstruo de la Laguna Negra. Juanilito, inocente criatura, oyó que su mami le decía por teléfono a una amiga: "Quizá puedas ayudarme, Gloricela. Mi marido lleva ya tres meses trabajando en otra ciudad, y me hace falta un hombre". Esa noche Juanilito vio que su madre recibía en su alcoba a un visitante. Al día siguiente llamó por teléfono a la amiga de su mamá y le dijo: "Quizá puedas ayudarme, Gloricela. Mi papi lleva ya tres meses trabajando en otra ciudad, y me hace falta un iPad". Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, declaró con orgullo en la fiesta: "Por mis venas corre sangre inglesa, española, italiana, francesa, rusa, griega, alemana y portuguesa". Comentó Capronio, hombre desconsiderado: "¡Vaya que su señora madre tenía muchos amigos!". Meñico Maldotado, hombre con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, llevó a Pirulina, muchacha con bastante ciencia de la vida, a un motel que estaba a 50 kilómetros de la ciudad. Ya en la habitación Pirulina vio el escaso capital social con que contaba Maldotado y le dijo disgustada: "¿Y para eso me trajiste hasta acá?". Por andar con sus amigas doña Omisia no tuvo tiempo de preparar la cena. Cuando llegó su esposo la encontró tendida en la cama, sin ropa y en actitud voluptuosa de Cleopatra (o sea Elizabeth Taylor). Con sensual tono de voz le dijo la señora: "Adivina qué vas a cenar". "Ya sé -respondió él-. Lo mismo que comí en la oficina". FIN.