domingo, 30 de marzo de 2014

marzo 30, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Impericio quería mejorar su desempeño en el renglón del sexo. Para eso se compró un libro llamado “El hombre y la cama”, que resultó ser un manual para prevenir el insomnio. Luego adquirió la película “Juegos prohibidos”, pensando que ahí encontraría algunos tics -así decía él, no “tips”- para efectuar debidamente el acto de la generación, que no es espontánea, pues requiere de ciertas técnicas y artes para llevar a cabo el foreplay, necesario prolegómeno, y luego el performance propiamente dicho. Otra decepción sufrió Impericio: ese film, lejos de ser erótico, es una obra maestra de la cinematografía universal. Dirigida por Réne Clément en 1952, la película trata de una pequeña huérfana de guerra que. (Nota de la redacción: Nuestro estimado colaborador se extiende por seis páginas en el relato del argumento del mencionado film, narración ciertamente interesante, pero que nos vemos obligados a suprimir por falta de espacio). Finalmente Impericio se consiguió un ejemplar de “The joy of sex”, el utilísimo manual escrito por Alex Comfort, y en él encontró interesantes sugerencias para elevar el acto del amor, de meramente instintivo o animal, a la categoría de acto hermosamente humano: la imaginación al servicio del erotismo, y éste al servicio de la plenitud amorosa basada al mismo tiempo en la carne y el espíritu, ambos valiosos y dignos por igual. Quizá por eso -porque el libro enseñaba a dar y recibir placer- numerosos grupos religiosos de Estados Unidos acudieron a los tribunales para impedir que las librerías mostraran esa obra en sus escaparates, y que estuviera en el catálogo de las bibliotecas públicas. Y es que muchos hombres de religión piensan que el placer del cuerpo es pecado. Cuando un ministro religioso felicitó a Groucho Marx “por la alegría que ha dado usted al mundo”, el genial comediante respondió: “Es para compensar la que ustedes le han quitado”. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Tras imponerse bien de las enseñanzas de “The joy of sex” Impericio fue a una marisquería. Ahí consumió dos caldos de pescado; tres cocteles grandes de pulpo y otros tantos de camarón; cuatro docenas de ostiones en su concha, y luego cinco porciones de la combinación de mariscos llamada Vuelve a la vida. Seguidamente fue a la farmacia y pidió una potente pastilla erógena para usarla en el momento oportuno. Sólo entonces llamó por teléfono a su esposa y le dijo: “Prepárate, vieja, porque hoy en la noche disfrutarás de una sesión de sexo como nunca has conocido”. “¡Fantástico!” -se alegró la señora. Y luego preguntó: “¿Con quién?”. Babalucas se quejó en la tienda: “Compré aquí semillas para pájaro; las planté, y no salió ninguno”. Dijo una actriz de Hollywood: “Mañana celebraré mis bodas de plata matrimoniales”. Le preguntó alguien con asombro: “¿Cumples 25 años de casada?”. “No -precisó la estrella-. Mañana me casaré por vigésima quinta vez”. Lady Godiva (1040-1080), la bella esposa de lord Leofric, señor de Coventry, le pidió a su marido que rebajara los onerosos impuestos que pesaban gravemente sobre los pobres habitantes del lugar. Le respondió lord Leofric. “Cuando baje los suyos el señor Videgaray yo bajaré los míos”. Amenazó lady Godiva: “Si no haces lo que te pido, en protesta saldré desnuda a la calle montando uno de tus caballos”. Hazlo -autorizó el lord-. Nada más por favor no te lleves al Flamazo, porque ése lo reservo para la carrera del domingo. Llévate a Man O’Peace, que es el peor de la cuadra, pero no le tiene miedo al ridículo”. Salió, pues, lady Godiva en ese caballo, sin ropa, cubierta sólo por su undosa y larga mata de cabello color caoba. Todos los varones de Coventry cerraron caballerosamente sus puertas y ventanas para no mirarla. Sólo un villano llamado Tom se asomó por una rendija de su postigo a verla. Desde entonces todos los que incurren en voyeurismo -o sea mirones- son conocidos en inglés con el nombre de Peeping Tom. El caso es que lady Godiva regresó a su casa después de su famosa cabalgada. Le preguntó, atufado, su marido: “¿Dónde andabas?”. “Bien lo sabes -contestó la hermosa dama-. Fui desnuda a caballo por las calles para protestar por los impuestos”. “Eso ya lo sé -replicó mohíno el esposo-. Pero el caballo regresó hace tres horas”. FIN.