miércoles, 26 de marzo de 2014

marzo 26, 2014
Gilberto Avilez Tax

Al caer la noche, en el "Jato" chiclero, la guitarra era rasgada, generalmente por un "tuxpeño". Y por un momento, el ruidero de la noche de la miríada de pájaros que buscaban refugio en los zapotales, sangrantes durante el día, era ocupado por el sonido de las voces de aquellos caminantes solitarios, de aquellos gambusinos de la selva.

Voces de negros de belfos interminables que vivían del otro lado del Hondo, voces de mayas bañadas por su lengua tranquila; pero sobre todo, voces de la lejana tierra del tuxpeño que ya no recordaba cómo era su tierra, si había montañas en ella, o si todo ha sido siempre como esta tupida y enmarañada selva que humedecía hasta al más seco corazón.

Porque la vida cotidiana en el “Jato” era cruzada, no sólo por el rugido del balam, ni por las jeremiqueadas del saraguato y del mono aullador, ni por el sonsonete de cigarra de la perenne lluvia que venía del Caribe y que bañaba a la selva para agosto y septiembre en lo mero bueno de la chicleada, y que a veces traía sus malhadados huracanes que empantanaban y jodían la temporada del chicle. Estos hombres solitarios, algunos recordando sus jacales en Peto o Tzucacab, donde corrían sus hijos la polvareda de su pobreza antes de ser la siguiente generación de hombres solitarios, después de secar o humear sus trapos frente a la lumbre del jato, se daban el tiempo para humanizar a esa selva que tanto conocían como al vientre de sus solitarias mujeres.

Y otros, viejos ya, y dueños únicamente de la memoria, dicen que a 100 metros de donde picaba por las mañanas y hacía escurrir la resina del zapote, el chiclero escuchaba a otro chiclero subido al árbol, picando como él y cantando. Los chicleros cantaban de zapote en zapote.