miércoles, 5 de febrero de 2014

febrero 05, 2014
Gilberto Avilez Tax

Son las nueve de la mañana y hace un calor del subdesarrollo. Este día he escuchado el sonido del afilador de cuchillos pasando por la calle y nadie, nadie está para saberlo, pero mientras leo un ramillete de cuentos sobre Chetumal que, como se dice, me ha atrapado, me estoy tomando el cuarto café de la mañana y he dicho que no vuelvo a fumar porque dos gripes en menos de un mes como que nadie las puede tolerar. La gripe es la prueba indubitable de que Dios no existe.

Tengo la cajetilla que el otro día compré cuando fuimos a tomar unos tragos con Joaquín, Carrillo y Mónica, pero la he dejado arrumbada como signo de mi post-tabaquismo y he estado a punto de ponerme unos tenis para ir a correr al Kukulkán porque he pensado que ya no estoy para riesgos y que hacer ejercicio es un acto, a todas luces, capitalista, pero no importa porque sabemos que nadie saldrá de esta misma cloaca, de esta universal pocilga humana, de este bestiario de horrores llamada humanidad por más que el cura de mi parroquia, etc., etc., etc.

En el principio fue el etcétera, y el etcétera revoloteaba sobre el mar de Chetumal que no es mar, ¡coño!, pero eso no me interesa comprobar. Y uno sabe, sabe bien que las mulatas del Hondo, para estas fechas, van a esas aguas palúdicas, y cuidando con tiento sus grandes caderámenes de un posible tajo de caimán, se bañan dos veces en el mismo río hasta reventar de desnudas y uno ve, ha visto cuando iba con su amigo Gordillo hace muchos ayeres incendiados, a esas sirenas de ébano, a esas nalgacruzanas o nietas de nalgacruzanas mover y remover sus cilindreces entre esas aguas hurañas del Hondo.


Aquella vez fui con Gordillo a hacer unos tiros, porque Gordillo era una especie acabada de cazador, y yo quería saber lo que se siente disparar a una ballena, pero en la selva del Hondo no hay ballenas, de vez en vez un manatí –vaquita, le decían los cronistas de indias- que suelta la bahía, entra y se deja ver, pero a los manatíes yo los quiero porque parecen mujeres gordas, y a mí las mujeres gordas me atraen de a kilo. Tengo, lo confieso, todos los gustos posibles, yo barro parejo la calle de mí cuadra, le contaba a Gordillo caminando entre las breñas de la selva del Hondo buscando a un ciervo, a una tórtola, o a un caimán dormilón (y el taxonomista maricón dirá que no es caimán sino lagarto, pero eso a mí me viene valiendo madres). Eso de que los caimanes duermen es verdad, los caimanes del Hondo son muy dormilones. En las mañanas están ahí, inmóviles, asoleándose, pero todos los reptiles hacen eso, la diferencia de los caimanes de acá es que roncan, Gordillo y yo los hemos oído, roncan como si tuvieran flemas jurásicas convertidas en piedritas. Vimos ese día a uno que dormía la mona, yo le tomé una foto para el recuerdo con una cámara kodac antigua, de esas de rollo y Gordillo escuchó algo que se movía más allá, a 100 metros de donde estábamos. Eran las mulatas que lavaban la ropa de sus hombres que trabajaban en la zafra, y con el calor de la mañana, algunas se habían desnudado y nadaban cuidándose, más que de los mirones como Gordillo y yo, de los caimanes, aunque a esas horas los caimanes dormían. En el Hondo los caimanes duermen de mañana, y en las mañanas las mulatas lavan ropa y se bañan cuidándose, no vaya a ser y de malas que un caimán se despierte.