martes, 18 de febrero de 2014

febrero 18, 2014
Historias de reportero | Carlos Loret de Mola Álvarez | 18-II-14

No podíamos estar juntos sin agarrarnos de la mano. Entrelazando los dedos, que es como se agarra de la mano cuando se quiere estar más cerquita.

No le gustaba mi pelo corto —“ya no tienes tus rizos”— y yo disfrutaba arar con mi otra mano en los suyos, esponjados, suaves, curveados, perfectos.


La última vez que nos habíamos visto comimos una sopa de lima en Los Almendros del parque de La Mejorada, en Mérida, nos escapamos de compras y conocimos el nuevo Museo del Mundo Maya. Éramos un par de novios enamorados en medio de piedras labradas y maquetas con pirámides.


Ese día la noté mejor que en muchos años: rozagante, alegre y dicharachera como si no odiara la silla de ruedas, comió ávidamente la sopa de la cuchara que le acerqué a la boca, aunque prefería que yo terminara la mía: “No te vayas a quedar con hambre”, lanzaba en yucateco.

Por eso me descuadró cuando un par de semanas después sonó mi celular: “lo que sigue es la falla cardiaca… y la muerte”, me informó el doctor.

Yo estaba fuera de México. Mi bisabuela, con quien viví hasta los 17 años, había ingresado al hospital la tarde-noche anterior por un infarto.

Volé a Mérida y la encontré muy distinta que en aquella tarde de sopa de lima: agonizante en una cama, inmóvil, sudorosa, ojos abiertos fijos y asustados, sin más registro de vida que el exagerado esfuerzo por seguir respirando.

Le tomé la mano y me la apretó. Los que estaban ahí dijeron que era el primer gesto que tenía Chitó en horas.

Conteniendo sin éxito las ganas de llorar le hablé y ella nunca dejó de responderme con sus apretones. Los doctores no acusaron recibo de ningún milagro: no deben esperanzarse, es un simple reflejo, el pronóstico se mantiene.

Al día siguiente por la noche yo sabía que podía ser la última vez. En todo el día ya no me había apretado la mano.

Antes de tomar el vuelo de regreso al trabajo en el DF, me acerqué a su oreja —igual de grande que la mía— y le recordé en secreto que lo había dado todo en vida, que si quería seguir peleando estaríamos en su batallón, pero que si su deseo era ya no hacerlo, no dejaba agenda, se había entregado a su familia y la veneración de todos los ahí reunidos era la prueba.

Se lo dije despacito. Por mí, no por ella. Porque —garganta, ojos y nariz hechos un nudo— las palabras no hallaban por dónde salir. Y entonces sucedió lo insospechado: en el último te amo empecé a retirar mi abrazo, Chitó hizo un esfuerzo por incorporarse, logró levantar levemente el tórax, abrió y cerró la boca varias veces como quien quiere y no puede decir algo, pestañeó con desesperación y apretó las manos.

“¡Mira eso!”, explotó mi mamá, “¡ustedes tienen un amor especial!”.

Ofelia Topete Rosado murió la madrugada del 26 de julio del año pasado. Extraño sus dedos anchos apretando los míos. Aún no me acostumbro a ir a Mérida y conformarme con extender la mano y sólo encontrar su sencilla urna de madera.

Nunca nada me ha dolido tanto.

Hoy, Chitó hubiera cumplido 93 años. En la iglesia donde está su cripta no permiten llevar flores. Así que esta es la mía.