sábado, 15 de febrero de 2014

febrero 15, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Don Feblicio, señor entrado en años -y ya casi salido-, explicaba por qué su vida amorosa había sido siempre una continua frustración. Decía: “Cuando yo era joven tenía el tiempo y la energía, pero no el dinero. Después, en la edad adulta, tenía la energía y el dinero, pero no el tiempo”. Y remataba con infinita pesadumbre: “Ahora tengo el tiempo y el dinero, pero no tengo la energía”. (Nota del autor: Si ese provecto caballero bebiese siquiera un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo, tendría energía suficiente para dar buena cuenta de un serrallo, un harén y un gineceo, ya en ese orden, ya en otro. Bien conocida es la taumatúrgica virtud de esas prodigiosas linfas, capaces de convertir un carcamal en garañón. Comparados con ellas el Viagra, el Cialis y otras sustancias medicamentosas semejantes son mejorales o cafiaspirinas)… El cocuyo y el ciempiés se casaron en boda doble con sus respectivas novias, y juntos los cuatro fueron a la luna de miel. Al día siguiente de la noche nupcial los flamantes maridos bajaron a desayunar. Le preguntó, indiscreto, el cocuyito a su amigo: “¿Cuántas veces le hiciste el amor a tu esposa?”. Contestó el miriápodo: “Una”. “¿Una nada más?” –se extrañó el cocuyo-. Yo a la mía le hice el amor tres veces”. Razonó contristado el cientopiés: “Es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”… Un marido de nombre Gastonio Malrotado era proclive a dilapidar el dinero. Su esposa se preocupaba mucho. Le decía: “Por Dios, Gastonio, ahorra algo para la jubilación”. Por las noches Malrotado se prodigaba también en el acto del amor. No solamente lo hacía con pasión arrebatada, sino que dobleteaba luego, si me es permitida esa expresión vulgar. En medio del ardiente deliquio la señora, exhausta y traspillada, lo amonestaba otra vez: “¡Te digo, Gastonio, que guardes algo para la jubilación!”… El Lobo Feroz irrumpió violentamente en la alcoba de la abuela de Caperucita Roja. Le dijo con terrible acento, las fauces de furia, los ojos de mal: “¡Te voy a comer!”. “¿A comer? –replicó ella desde su cama, despectiva-. Eso déjalo para Caperucita. A mí hazme otra cosa”… Las voces oficiales no hablan nunca de inflación: hablan de ajustes de precios. Sea una cosa o la otra lo cierto es que en las últimas semanas todo ha subido. (La esposa de don Languidio Pitocáido  asoma a la columna y hace una aclaración: “No todo”). Los precios de numerosos artículos han aumentado, algunos en forma considerable, y ha disminuido el poder adquisitivo de los mexicanos de clase media y popular. Se anuncia un control de precios, pero lo cierto es que esas medidas no traen consigo nunca nada bueno. Los controles que el Estado impone para buscar la baratura terminan siempre por salir muy caros. No soy economista, ni puedo inventar las disculpas que inventan los economistas para explicar el incumplimiento de sus predicciones, pero pienso que en estos casos lo mejor es alentar la producción. La ley de la oferta y la demanda no es una ley natural, ineluctable, pero regula los precios mejor que cualquier decreto. No lo digo por adular a la oferta y a la demanda, a quienes ni siquiera conozco personalmente. Lo digo porque así es… Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida –no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que estén al corriente en el pago de sus diezmos-, fue a misionar en las Islas Hamburger, al norte de las Sandwich. No tuvo ahí experiencias sobrenaturales, pero sí muchas sobre naturales, pues gustaba de refocilarse carnalmente con las bellas isleñas. Cierto día lo sorprendió en ese trance el jefe de la tribu. Le preguntó: “¿Cómo llamarse en lengua de los blancos eso que tú estar haciendo?”. El reverendo, aturrullado, sólo acertó a contestar: “Se llama ‘andar en bicicleta’”. Pocos días después estaba teniendo Rocko Fages otra experiencia sobre natural cuando de nueva cuenta lo vio el jefe. En esta ocasión el aborigen, furibundo, clavó su lanza en la nalga derecha del pastor. “¿Por qué me heriste? –se quejó con dolorida voz el misionero-. ¡Lo único que estoy haciendo es andar en bicicleta!”. “Sí –concedió el cacique-. ¡Pero bicicleta ser la mía!”… FIN. (MILENIO)