miércoles, 16 de octubre de 2013

octubre 16, 2013
WASHINGTON D.C., 16 de octubre.- Una de las propuestas que este martes, cuando faltaban menos de 48 horas para la suspensión de pagos en Estados Unidos, surgió del grupo republicano en la Cámara de Representantes quedó descartada apenas una hora después de su aparición. Pero minutos después, había ya señales de otra distinta. Al mismo tiempo, en el Senado, se trabajaba en un plan diferente con un pronóstico igualmente dudoso. Este es el desconcertante escenario. Nada sólido hay aún sobre la mesa para impedir la catástrofe que se anuncia y que, de evitarse, será en el último momento y a un precio político altísimo.


El Senado retomó el martes el liderazgo en la negociación para evitar la suspensión de pagos y reabrir la Administración federal, después de que el presidente de la Cámara baja, el republicano John Boehner (en la foto de DPA), no lograra recabar el apoyo de los más conservadores para someter a votación su propio proyecto. El plan bipartidista del Senado –negociado por Harry Reid, demócrata por Nevada y líder de la mayoría y Mitch McConnell, republicano por Kentucky y líder de la minoría– es la única manera legislativa de salir del estancamiento que pone a Estados Unidos en riesgo de una moratoria en cuanto al pago de su deuda y un enorme trastorno económico. El jueves es el último día para realizar los pagos.

Es, precisamente, ese precio político tan elevado lo que hace tan compleja la situación. Alguien va a tener que salir derrotado de aquí, y las consecuencias de esa derrota no sólo van a influir en el futuro de determinados personajes en el poder, sino en los resultados de las próximas elecciones legislativas y presidenciales y en el rumbo político del país.

Lo que está en juego en EE. UU. es, de forma inmediata, la solución de un atasco presupuestario que tiene la administración federal cerrada desde hace más de dos semanas y que puede obligar a la nación más poderosa del mundo a declararse en suspensión de pagos a partir de la medianoche del miércoles. Pero, con una mayor perspectiva, lo que se decide en esta crisis es la fuerza de cada cual para imponer sus puntos de vista en la forma en que EE. UU. organizará sus finanzas y establecerá sus prioridades de gastos e impuestos en el futuro inmediato.

Si los republicanos más conservadores, amalgamados en torno al Tea Party, salen victoriosos de esta sangrienta batalla, lo que ahora mismo parece improbable, pudiera convertirse en protagonistas de la situación política de este país por mucho tiempo. Si, por el contrario, esta crisis se resuelve en la línea de lo que desea Barack Obama, su partido y el sector moderado del Partido Republicano, habría razones para celebrar, quizá, el declive del radicalismo revolucionario de la extrema derecha.

La incertidumbre era tal en el momento de escribirse esta crónica que era arriesgado anticipar en qué dirección se inclinaría la balanza. Ambos bandos –republicanos radicales, por un lado, y demócratas y republicanos centristas, por otro- disponían aún de argumentos y, por supuesto, de recursos legislativos para resistir en la pelea, incluso para tratar de justificar el fracaso de una suspensión de pagos.

La más viable de todas las soluciones que circulaban este martes era una que se gestaba en el Senado de forma bipartidista y que pretendía retrasar la fecha fatídica de la suspensión de pagos hasta el 7 de febrero y extender el presupuesto para la reapertura de la administración hasta el 15 de enero. Eso, sin concesiones relevantes en la reforma sanitaria y con un compromiso de negociar un nuevo marco presupuestario antes de mediados de diciembre. Pero esa propuesta no ha sido todavía votada en el Senado, y menos aún se sabe cómo puede ser aprobada en la Cámara de Representantes.

En realidad, existen los votos para su aprobación inmediata. La combinación de demócratas y republicanos centristas da mayoría tanto en el Senado como en la Cámara. ¿Por qué entonces no se aprueba y se pone fin de una vez a esta pesadilla? La respuesta tiene que ver con la carga política que hay detrás de esa decisión y, particularmente, con el papel de John Boehner, el presidente de la Cámara de Representantes y máxima figura republicana en el Capitolio.

Aprobar la salida de esta crisis con una mayoría de votos demócratas y una modesta aportación de votos republicanos sería tanto como reconocer que sólo el Partido Demócrata merece confianza para dirigir al país en periodos de turbulencia. Y tendría que ser Boehner, el único que tiene autoridad legal para llevar cualquier eventual acuerdo a votación del pleno, quién tendría que admitir esa dura realidad para su partido. Una profunda división en el seno del republicanismo sería la consecuencia casi inevitable de un paso como ese. El Tea Party, que empezó exigiendo la abolición de la reforma sanitaria para evitar la suspensión de pagos, seguramente entendería el acuerdo que se negocia en el Senado como una capitulación y emprendería acciones de castigo contra los actuales líderes del partido, empezando por el propio Boehner.

Boehner se resiste a que el país y la economía mundial se salven a costa de infligir un daño tan severo al Partido Republicano. Todo el tiempo transcurrido hasta ahora, no ha sido más que el periodo necesitado por Boehner para encontrar la fórmula mágica que le permita salvar su cabeza y apaciguar al Tea Party. Todo el tiempo que se tarde aún en cerrar esta crisis será el tiempo que requiera Boehner en insistir en esa búsqueda.

En última instancia, cuando el reloj marque la hora temida, si esa fórmula mágica no ha aparecido –y es muy difícil que aparezca-, Boehner tendrá que sacrificarse y someter a votación la solución propiciada por los demócratas y la Casa Blanca. De lo contrario, caerá sobre sus espaldas la responsabilidad principal de haber permitido que, por primera vez en la historia, EE. UU. incumpla con sus obligaciones de pago.

Si esa fórmula aparece –y para ello los republicanos más prudentes del Congreso están tratando de convencer a sus colegas del Tea Party del daño que pueden causar al partido-, aún así, le será difícil a la oposición evitar que, como ya indican las encuestas, Obama resulte favorecido de la crisis, al menos como la cabeza más fría entre una clase política que se ha revelado temperamental, apasionada e impredecible. (El País)