SAN SALVADOR, El Salvador, 27 de enero de 2019.- La pausa es larga cuando le pregunto si superó la prueba para entrar en la mara. Sé la respuesta, porque el chico de veinte años que tengo delante lleva tres encerrado en el Centro de Inserción Social de menores de Ilobasco, Senderos de Esperanza para Jóvenes en Conflicto con la Ley. Un título largo y cargado de eufemismos: es una cárcel para menores delincuentes, la mayoría de ellos vinculados con las diversas prácticas delictivas de las maras, las pandillas juveniles que mantienen a El Salvador en estado de shock.
Extorsión, droga y muerte. Le llaman “la vida loca”, al fenómeno de las pandillas juveniles a las que se atribuyen la práctica totalidad de los 3.400 homicidios que hubo en 2018 en el país. Son cifras de epidemia en un país pequeño, de sólo seis millones de habitantes. El Salvador, tierra de volcanes y de terremotos, se desangra por dentro.
Steven Anderson, nombre ficticio porque, como la mayoría, teme dar la cara y su nombre real, admite con voz clara que le quitó la vida a una persona para que “los muchachos”, los jefes pandilleros de su cantón, dominado por la Mara Salvatrucha, vieran su carácter valiente. Que merecía más la pena contar con él para sus andadas que quitarle la vida por cobarde. Terrible, le digo. Y me sorprende la risita de chiquillo con la que acompaña un “pues claro”. Hoy pasa sus días cuidando abejas con esmero para que hagan miel. Está a punto de vender su primera producción a un dólar el bote. Un dólar que podrá enviar a su familia. Cuando salga quiere ser apicultor y no tiene miedo de volver a caer en la vida loca porque en el barrio “ya no queda nadie de los de antes. O han muerto o están en la cárcel”.