MADRID, 26 de noviembre de 2018.- En 2012, casi diez años alejado del cine y ya castigado por la enfermedad que le mantenía en una silla de ruedas, Bernardo Bertolucci presentaba en Cannes Yo y tú. La película tenía algo de testamento y mucho de reencuentro. Lejos de la ampulosidad de buena parte de sus trabajos más conocidos, el maestro italiano refugiaba su película, y hasta su vida entera, en un sótano. Allí, unos adolescentes, casi hermanos, recreaban las claves íntimas de un cine entregado a desmontar y volver a reconstruir al individuo fracturado fin de siglo. Tal cual.
Cuando le tocó razonar las motivaciones de su película, el director quiso trazar una línea entre El último tango en París y esta historia de jóvenes perdidos. De eso trataba Yo y tú, del relato de dos críos que, ante la ausencia de los padres, deciden aislarse del mundo y, desde ahí, desde la más absoluta soledad, volver a empezar de nuevo.
Es decir, la idea era replantearse desde el más radical de los principios cada uno de los argumentos que nos hacen ser lo que somos. Se trata, por así decirlo, de la urgencia siempre pendiente de cuestionarse qué hacemos aquí, por qué hacemos lo que hacemos y, más elemental aún, quiénes somos. Si se quiere, cada segundo de la filmografía de Bertolucci está animado por la exigencia de simplemente la revolución. No era difícil rastrear en la película las huellas de Luna y, mucho más cercano, las de Los soñadores. Y hasta, por qué no, Novecento. Como si se tratara de un compendio de su cine, todo estaba ahí. Por alguna razón, aún y desde entonces siempre convaleciente, el italiano se acercaba a las más íntimas motivaciones de todo su cine hasta desnudarlo completamente. El resultado era un viaje tierno, preciso y emotivo a la raíz de lo que un día fuimos.