viernes, 6 de abril de 2018

abril 06, 2018
BUENOS AIRES, Argentina, 6 de abril de 2018.- Los curas bajo el mandato del Arzobispado de Paraná, en la provincia argentina de Entre Ríos, no pueden tener contacto físico con niños, tienen prohibido compartir con ellos habitaciones de hotel o cualquier otro sitio y cuando escuchen sus confesiones tendrán que dejar la puerta de la sacristía abierta. Si deben viajar en auto con un menor, el sacerdote procurará la presencia de otro adulto. El listado pertenece a un protocolo de buena conducta elaborado por las autoridades eclesiástica para prevenir abusos sexuales, una solución de emergencia ante la sucesión de hechos de pedofilia grave en esa arquidiócesis del interior del país, donde se agrupa casi medio millón de fieles.

El Arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari.

El protocolo no tiene antecedentes en la Iglesia argentina y tiene como objetivo limitar al máximo la posibilidad de contacto físico entre los sacerdotes y los niños de la comunidad. Las normas rigen también para la protección de adultos vulnerables. El listado es directo y crudo en sus recomendaciones, para que no queden dudas. Se titula Normas arquidiocesanas de comportamiento en el trato con menores de edad y adultos vulnerables, y uno a uno enumera los comportamientos que están prohibidos. Fue presentado por el obispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, sin mucha pompa, pero su contenido fue publicado en la web para que todos puedan verlo.

Los sacerdotes saben ahora que no podrán “realizar cualquier insinuación, comentario o chiste sexual”, “poseer o exhibir cualquier material sexual o pornográfico” o “involucrarse en conductas sexuales secretas o manifiestas”, con menores de edad. El contacto físico también está terminantemente prohibido, y si “es el menor o el adulto vulnerable quien inicia gestos como un abrazo, la respuesta debe ser sobria, breve y apropiada, y siempre en lugares públicos y delante de otras personas”.

“Son temas muy delicados y es bueno que aquellos que trabajen con menores sepan estas cuestiones de manera simple. Es para que todo adulto sepa qué hacer para prevenir un abuso y ante la sospecha”, dijo la abogada María Inés Franck, miembro de la Comisión Arquidiocesana para la Protección de los Menores, una unidad creada por monseñor Puiggari en 2017 ante la sucesión de casos en su comunidad. Puiggari tuvo motivos suficientes. La semana que viene comienza en Paraná el juicio oral contra el cura Juan José Ilarraz, acusado de abusar de medio centenar de seminaristas de 10 a 14 años, entre 1984 y 1992. La Justicia de la ciudad también ha debido intervenir en el caso del cura colombiano Juan Diego Escobar Gaviria, condenado en agosto del año pasado a 25 años de cárcel por cuatro casos de abuso contra cuatro monaguillos, uno de ellos el de Renzo, el hijo de 11 años de Silvia Muñoz.

La mujer está al tanto del protocolo de buena conducta porque monseñor Puiggari se lo anticipó personalmente en octubre pasado. “Le dije que estaba bien, pero que a la vez lo veía tarde. El problema es el encubrimiento”, dice al EL PAÍS. Sobre la efectividad de las nuevas normas contra los abusos, Muñoz tiene sus dudas. “Los curas le buscan la vuelta y por más que les digan que hay que evitar el contacto en algún momento lo tienen. Ellos buscan la forma de acercarse a los chicos y de intimar con ellos. Los chicos les tienen miedo, es lo que le inculcan ellos, y seguirán abusado por más que haya un protocolo”, dice.

Desde el Vaticano, el papa Francisco exigió años atrás "tolerancia cero" contra los curas pederastas. La Conferencia Episcopal Argentina recomendó entonces a cada diócesis que elabore un código de abordaje de las denuncias. Puiggari cumplió con la orden y sumó además el listado de normas de convivencia entre curas y menores. El protocolo no ha pasado desapercibido entre los abogados que impulsan las causas por pedofilia contra miembros de la Iglesia, como Carlos Lombardi, de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico. “A nosotros nos da argumentos para elaborar las denuncias, pero el problema es que en el fuero eclesiástico nadie controla esto”, dice Lombardi. En cualquier caso, el abogado lee el protocolo como una confesión de parte: “La Iglesia considera los abusos más como una falta moral que como un delito y esa falta moral es consecuencia de la debilidad de los sacerdotes, que se convierten en víctimas que no pueden contenerse ante la tentación. La crudeza del protocolo refleja esta mirada”. (Federico Rivas Molina / El País)

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