viernes, 9 de junio de 2017

junio 09, 2017
Axel García

Uno de los momentos culminantes de la evolución humana es el instante en que nuestros antecesores, unos homínidos de aspecto simiesco que poblaron el continente africano hace aproximadamente 4 millones de años, se bajaron de las ramas de los árboles y abandonaron el bosque para instalarse en un hábitat radicalmente distinto, la sabana. Para la mayor parte de la comunidad científica, este cambio de ambiente fue la chispa que detonó el inicio de la humanidad: los recién llegados despegaron las extremidades anteriores del suelo y empezaron a caminar erguidos de forma habitual. De algún modo, la liberación de las manos condujo a un desarrollo cerebral sin precedentes en la evolución de la vida, que dio origen al hombre moderno.


Este dogma central de la evolución humana empieza a ser cuestionado por algunos prestigiosos paleoantropólogos. En el último número de la revista de divulgación científica New Scientist, Phillip Tobias, profesor de la Universidad de Witwatersrand, en Johannesburgo, plantea una nueva hipótesis sobre la aparición de la humanidad que ya ha levantado ampollas entre sus colegas. Tobias ha dejado caer la herética idea de que el hombre no nació en la sabana, sino en el agua.

El desarrollo en un ambiente acuático explicaría, por ejemplo, nuestra excepcional habilidad nadadora, así como el hecho de que los recién nacidos puedan nadar y flotar en el agua, dice Hardy. Por otro lado, el medio acuático podría haber presionado a nuestros antecesores hacia la adquisición de una marcha bípeda, ya que les ofrecía la posibilidad de sacar los brazos fuera del agua. Sin duda alguna, esto liberó sus manos, que pudieron ser utilizadas para usar las primeras herramientas, quizás unos cantos rodados para romper la concha de los moluscos, como hacen en la actualidad las nutrias marinas de California. 

Hardy puso más evidencias sobre la mesa: los humanos somos los únicos primates que han borrado casi por completo el pelo de su cuerpo. Esta ausencia pilosa se repite en algunos mamíferos acuáticos, como los delfines y los hipopótamos. A cambio, muchas de estas criaturas poseen una capa de grasa bajo la piel, otra característica que nos diferencia del resto de los primates. De hecho, la profusión de glándulas sudoríparas que pueblan nuestro tejido dérmico servirían para compensar esta grasienta capa aislante y regular la temperatura corporal tras salir del agua.

Adipocitos -las células almacenadoras de grasa- 10 veces superior del que cabría esperar en un animal de su talla, lo que nos convierte en los primates más grasientos. De hecho, el bebé humano ya nace con una buena capa lipídica, única dentro de los primates. Además, esta capa subcutánea no está compuesta por grasa gris, sino blanca que, aunque no resulta útil como aislamiento térmico, sí lo es para la práctica del buceo.

Morgan también apunta que las transformaciones fisiológicas que permitieron la posterior adquisición del lenguaje evolucionaron en un ambiente acuático. El hombre es el único mamífero terrestre capaz de controlar voluntariamente su respiración, una habilidad extendida entre los mamíferos acuáticos. Asimismo, ningún otro animal terrestre alberga en su garganta una laringe descendente, que es perfecta para articular las palabras. También lo es para aspirar de forma rápida una gran cantidad de aire por la boca. Pero los hallazgos de Morgan nada tenían que hacer con las evidencias fósiles a favor de la hipótesis de la sabana que aportaron los paleoantropólogos durante las décadas de los setenta y ochenta. Los huesos fosilizados de nuestros ancestros aparecieron en las secas y calurosas praderas del Sur de África y del Valle del Rift, lo que hacía pensar que nuestros ancestros eran unos monos asesinos que cazaban en la sabana africana.

Verhaegen opina que llevamos la vocación de nadadores en nuestros genes. Y estos han ido pasando de generación en generación durante millones de años, hasta llegar a los neandertales. El examen del cráneo de algunos cráneos fósiles apunta que estos humanos tenían un engrosamiento óseo a nivel de los canales auditivos. En los hombres modernos, este tipo de osificación aparece sólo en buceadores de edad avanzada. ¿Significa esto que el Homo Neanderthalensis pasaba una parte importante de su tiempo zambulléndose en el agua? Es posible. Michael Crawford, un bioquímico del Instituto de Química Cerebral y Nutrición Humana de la Universidad de Londres, estima que sin el elemento líquido hoy no seríamos más inteligentes que un chimpancé.

El ambiente acuático favoreció el desarrollo del cerebro humano. Hace 3 millones de años, nuestra masa pensante no superaba a la de un bonobo. El volumen cerebral de un Homo Habilis, que vivió hace entre 2,5 y 1 millón de años, era de 580 a 670 centímetros cúbicos y el del Homo Erectus, que apareció hace 1,8 millones de años y se extinguió hace 300.000 años, era de 750 a 1.250 centímetros cúbicos. Y en apenas 200.000 años, la especie humana ha ganado entre 200 y 300 centímetros cúbicos.

En términos bioquímicos, el cerebro humano jamás habría evolucionado de esta manera, si nuestros ancestros hubieran permanecido en la sabana, según Crawford.