martes, 29 de noviembre de 2016

noviembre 29, 2016
WASHINGTON D.C., 29 de noviembre de 2016.- La condición de presidente-electo no ha alterado la afición de Donald Trump por el discurso incendiario, las teorías conspirativas y la mentira sistemática. Un día lanza en la red social Twitter, sin presentar pruebas, el bulo de que millones de personas votaron ilegalmente en su contra en las elecciones del 8 de noviembre. Y otro sugiere que las personas que quemen la bandera de Estados Unidos queden despojadas de la nacionalidad estadounidense y sean condenadas a penas de cárcel.

La condición de presidente-electo no ha alterado la afición de Donald Trump por el discurso incendiario, las teorías conspirativas y la mentira sistemática. Un día lanza en la red social Twitter, sin presentar pruebas, el bulo de que millones de personas votaron ilegalmente en su contra en las elecciones del 8 de noviembre. Y otro sugiere que las personas que quemen la bandera de Estados Unidos queden despojadas de la nacionalidad estadounidense y sean condenadas a penas de cárcel.


La sucesión de mensajes incoherentes monopoliza la agenda informativa. Alimenta el reality show en el que se ha convertido el proceso de transición entre los presidentes Barack Obama y Donald Trump. Y oscurece otros asuntos de gravedad como los conflictos de intereses entre su imperio empresarial y su función presidencial.

El último fogonazo en Twitter lo lanzó el martes a las 6.55, hora local. “A nadie debería permitírsele quemar la bandera americana - si lo hacen, debe haber consecuencias - quizá la pérdida de la ciudadanía y un año de prisión”, escribió el presidente-electo con su particular puntuación.

El mensaje puede ser, según The Washington Post, una reacción en un episodio reciente en Hampshire College, una universidad en el oeste de Massachussetts. Tras la victoria de Trump en las elecciones, alguien quemó allí la bandera de las barras y estrellas en señal de protesta, según el ‘Post’. Las autoridades universitarias decidieron entonces retirar todas las banderas. Esto dio pie a una protesta de un centenar de personas el pasado domingo.

En EE UU, la quema de la bandera está amparada por la libertad de expresión, garantizada en la Primera Enmienda de la Constitución, según su interpretación vigente. En 1989, en el caso Texas vs Johnson, el Tribunal Supremo dictaminó que la quema de la bandera era un acto de expresión política que, por tanto, era constitucional.

El Centro Nacional de la Constitución, en un reconstrucción del debate sobre la quema de la bandera, recuerda que en 1989, tras la decisión del Supremo, el Congreso adoptó una ley contra la quema de la bandera, pero en 1990 el tribunal la anuló. Y cita las palabras del juez William Brennan: “Si hay un principio que sostiene la Primera Enmienda, es que el Gobierno no puede prohibir la expresión de una idea simplemente porque la sociedad piensa que esta idea sea ofensiva o desagradable”.

El debate no terminó. En 2005 el Congreso propuso una ley para criminalizar la quema de la bandera. La impulsó, entre otros, la entonces senadora Hillary Clinton, rival demócrata del republicano Trump el 8 de noviembre. La ley no se aprobó.

El mensaje de Trump sobre la quema de la bandera no es el primero en el que pone en duda la Primera Enmienda. En las últimas semanas, ha cuestionado el ejercicio de los derechos que esta consagra, como la libertad de reunión y de prensa.

La Primera Enmienda, además de proteger la quema de la bandera, también protege los discurso de odio de los grupos de la extrema derecha racista que apoyan a Trump.

El propio Trump ha declarado varias veces su admiración por Antonin Scalia, el juez del Tribunal Supremo que murió en febrero. Scalia era un icono conservador. El suyo fue el voto decisivo para autorizar la quema de la bandera en el caso Texas vs Johnson. Odiaba a los que quemaban banderas, pero odiaba más aún a los que violaban la Constitución. “Si fuese por mí pondría en la cárcel a todos estos tipos raros, con sandalias y barba desaliñada que queman la bandera americana”, dijo en uno de sus últimos discursos antes de morir. “Pero no soy un rey”.

Tampoco Trump es un rey. Su capacidad para cumplir las amenazas es limitada. No puede cambiar la ley: debe hacerlo el Congreso. Ni decidir sobre su constitucionalidad: le corresponde al Tribunal Supremo. Y no tiene capacidad ni para imponer penas de prisión ni para quitar la ciudadanía a nadie. Sí para usar el cargo como un púlpito privilegiado: el presidente de EE UU, como el Papa de Roma, no sólo gobierna firmando leyes y decretos sino también por medio de la palabra. En otras épocas el púlpito eran las ruedas de prensa, o los discursos solemnes. Hoy es Twitter. (Marc Bassets / El País)