martes, 12 de julio de 2016

julio 12, 2016
Kathleen Hale y Mae Ryan / The Guardian

SNOWFLAKE, Arizona, 12 de julio.- Una gran cantidad de cosas causaban dolor a Susie: productos perfumados, pesticidas, el plástico, telas sintéticas, humo, radiación electrónica -y la lista seguía. De vuelta en el "mundo normal", el humo del escape de los automóviles la hacían sentirse enferma algunos días. El perfume le daba convulsiones.

Así que se mudó a Snowflake, Arizona.

"Salí del coche y no necesité mi tanque de oxígeno", dijo, sonriéndome en el espejo retrovisor. "Pude caminar."

Hay alrededor de 20 hogares donde vive ahora. Al igual que Susie, la mayoría de los residentes en Snowflake tienen lo que ellos llaman "enfermedad ambiental", un diagnóstico controvertido que atribuye a la contaminación los síntomas no explicados de otro modo.

Como protector solar sin fragancias, Susie Molloy le dio a Kathleen Hale una mezcla de óxido de zinc y aceite de cártamo. (Mae Ryan / The Guardian)(Más fotos en Facebook)

Mis rodillas se entrechocaban mientras Susie se desvió por otro camino de tierra. Mae, videofotógrafa de The Guardian, estaba ocupada fotografiando paisajes desde el asiento delantero. Habíamos llegado a pasar cuatro días para descubrir por qué decenas de personas optaron por venir a vivir aquí, y Susie accedió a albergarnos bajo la condición de que no buscáramos opinión externa de psiquiatras respecto a su condición.

"Le dio fuerte", dijo, señalando a la calzada de un vecino. El cartel de fuera decía: "Prohibido a los no invitados".

Mis ojos se movían viendo las cercas de alambre de púas para el ganado y enebros muertos. Montañas blancas se ven en la distancia. Nos detuvimos y Susie le indicó a Mae que abriera una puerta decorada con guirnaldas de Navidad.

La idea de que las comodidades modernas causan dolor data de la mitad del siglo XIX. En 1869, el doctor George Beard publicó varios artículos culpando a la civilización moderna y las máquinas de vapor de dolencias tales como "somnolencia, irritación cerebral, dolor, presión y pesadez en la cabeza".

Según él, otros indicios de sensibilidad química incluían "miedo a la sociedad, miedo de estar solo, miedo a la contaminación ...el miedo a los miedos... miedo a todo".

Llamó a esta enfermedad neurastenia. Susie la llama "ser sensibles a todo el mundo".

Susie nos había advertido que Deb, una especie de "compañera de cuarto" que vivía en su camino de entrada, era extremadamente sensible a los olores. Con el fin de protegerla, acordamos varias condiciones: no iríamos en un coche de alquiler ni nos alojaríamos en un motel, porque son lugares donde se utilizan productos químicos de limpieza. Usaríamos la ropa de Susie y dormiríamos en la casa de Susie. También nos hizo jurar que no nos haríamos la permanente antes de venir, lo que me hizo pensar que había estado en el desierto durante mucho tiempo.

Durante semanas, Mae y yo dejamos de usar maquillaje, lociones, perfumes, productos para el cabello, detergentes perfumados, suavizantes de telas... Utilizamos champú y jabón sin perfume, así como desodorante natural, que, según la descripción en la caja, era básicamente una roca recogida del suelo con una tapa.

A pesar de nuestros mejores esfuerzos, la nariz sensible de Deb percibió nuestros olores corporales. Para ella, apestábamos como un baño y una tienda Bath & Body Works inundada de vodka -o, según sus propias palabras, "florales, con solventes químicos. Ustedes son fragantes".

No fue fácil llegar a Snowflake. Me había levantado al amanecer, vomité en un pequeño avión para seis pasajeros y caminé un km y medio por una carretera muy transitada en un pueblo llamado Showlow (pronunciado YOLO, a 250 km de Phoenix), para llegar hasta el coche de Susie.

"Haremos todo lo posible para limpiarlas," nos prometió Susie. "Tengo un montón de peróxido de hidrógeno."

Se decidió que la mejor manera de que pasáramos del coche a la ducha, donde pudiéramos lavarnos los productos químicos del mundo exterior, era entrar en la casa completamente desnudas. Así que nos quitamos la ropa y marchamos sin dignidad por el camino de grava.

"Báñate primero", me dijo Mae y se envolvió en una toalla. Nos acabábamos de conocer hacía unas pocas horas.

El baño de Susie, al igual que el resto de su casa de una habitación, sin electricidad, estaba empapelado con Reynolds Wrap. Encima del inodoro, una ventana pequeña sellada daba al desierto. Me lavé con una pastilla de jabón de aceite de oliva y aspiré el olor metálico del agua. Era lo único que podía oler.

Alguien llamó. Mae preguntó de mala gana si yo usaba ropa interior. "¡Estamos jugando a disfrazarnos!", gritó Susie desde la otra habitación.

Me di cuenta de que lo que en realidad quería decir Mae era si iba yo a ponerme la ropa interior de Susie. Dudé por un momento, considerando la alternativa: ir sin calzón en un entorno arenoso.

"Hey, Kathleen!", gritó Susie. "¿Sí te la pones?"

"Me pongo ropa interior", respondí.

Más tarde, nos reunimos en la cocina. Deb es sensible a los cereales, alimentos transgénicos, conservadores y saborizantes y colorantes artificiales, así que cenamos sopa de repollo.

Después, Mae y yo nos escondimos detrás de una cortina divisoria para considerar cómo íbamos a dormir: dos catres (uno roto) y cero sábanas (porque las sábanas son absorbentes y, de acuerdo a la lógica local, nuestros poros estaban todavía "desprendiiendo" productos químicos peligrosos). La noche en el desierto es helada, y la casa de Susie no tenía calefacción. Yo quería estar inconsciente y lamenté mi decisión semi-reciente de iniciar la suspensión de sedantes.

Al preguntarle si tenía algo para cubrir los catres, Susie salió gritando por encima del hombro: "FYI (dos significados posibles), las ratas éstas son agresivas." Regresó con alfombras de baño apelmazadas. "Aquí tienen", dijo, apagando las luces. "Son cómodas."

Esa noche Mae y yo, que éramos desconocidas el día anterior, tuvimos que estrecharnos en busca de calor. Me recordé a mí misma que todo lo que el malestar que sentíamos palidecía en comparación con la forma en que Susie y Deb habían sufrido en el mundo normal.

Susie creció en la zona de bosques al norte de California y pasó la mayor parte de la década de 1970 en el área de la bahía, trabajando ocasionalmente y viajando con su novio. Cuando sus amigos empezaron a caer como moscas por una enfermedad que nadie podía entender, Susie sufrió síntomas respiratorios, gastrointestinales y neurológicos. Cuando los médicos le sugirieron que podría tener sólo ansiedad, hirieron sus sentimientos.

Cuando la epidemia del SIDA hizo crisis, los síntomas de Susie empeoraron, intensificándose cada vez que olía humo o veía los cables de energía eléctrica. Incapaz de funcionar, regresó a su casa, donde, a través de un juego autodidacta de ensayo y error, identificó lo que provocaba sus peores síntomas. Dormía en el porche de sus padres o en el piso del baño, porque esos eran los únicos lugares donde podía respirar. Su madre recogía agua de lluvia para que bebiera.

En silla de ruedas, regresó a San Francisco para estudiar una maestría en política enfocada hacia la discapacidad. Lanzó el "Reactor", un boletín sobre la enfermedad ambiental, que circulaba entre personas hipersensibles a lo largo de Estados Unidos. Un lector con el padecimiento le dijo a Susie que el aire del lugar donde vivía era "lo suficientemente limpio para vivir" y en 1994, Susie le siguió hasta Snowflake, donde la pequeña comunidad (sólo un puñado de personas en ese momento) la acogió de inmediato. Un año después, su padre y vecinos unieron sus recursos para construirle su casa -"un lugar pequeño y seguro".

Mientras tanto, en el otro lado del país, Deb nunca había sentido más peligrosa la vida.

Al igual que Susie, su primer pensamiento fue el SIDA. Deb siempre había sido fuerte. Como toda niña que vivía junto al lago Michigan, navegaba y hacía deporte. Después de asistir a la Universidad Tecnológica de Michigan, trabajó durante nueve años como la única ingeniera metalúrgica en Bendix (fábrica de partes de avión); su especialidad era el análisis de fallos.

Cuando se embarazó, Deb siguió trabajando, inhalando zinc y cadmio -nadie le advirtió- pero todo lo que podía oler era la colonia para después del afeitado de sus compañeros de trabajo. Los productos perfumados la afectaban corporalmente. Vomitaba mucho.

Después de dar a luz en 1992, Deb dejó el trabajo para dedicarse a ser mamá de tiempo completo. Vivía en una casa mohosa con un horno ahumado. Las infecciones dañaron sus senos paranasales, convirtiéndose en migrañas que la golpeaban como un hacha. Su peso cayó a 34 kg. Los médicos dijeron que era anoréxica.

Por último, Deb no pudo aguantar más. Dejó Michigan cuando su hija cumplió 16 años y se convirtió en itinerante, durmiendo en su camioneta, porque a diferencia del plástico o el yeso, el metal no emite vapores químicos y es seguro.

La misma red boca-a-boca finalmente llevó a Deb a Snowflake, donde, a cambio de comida, hacía labores del hogar para los enfermos ambientales. Cuando Susie la vio hirviendo la ropa de un vecino, Deb había estado viviendo en su camioneta durante cinco años y necesitaba un lugar para estacionar. Las dos mujeres se convirtieron en un dúo doméstico. Deb cocinaba "comida limpia" para Susie. Se hicieron reír mutuamente y se protegieron entre sí. Susie fue comprensiva cuando Deb finalmente admitió que no había visto a su hija en siete años.

A la edad de 67 años, a Susie le sirvió su maestría, aunque no en la forma en que había previsto originalmente. Se convirtió en "el comité" de bienvenida de Snowflake, su terapeuta local y defensora. Se sentó con hombres y mujeres que estaban enfermos de algo que nadie creía pero ella sí. Mantenía al menos cinco telefonemas largos por las noches con aquellos postrados en la cama y solos, hablando con ellos durante el tiempo que necesitaban compañía. Ayudó a la gente con el farragoso papeleo que es requisito para recibir ayuda gubernamental. Les aseguró que su enfermedad no los mataría, sólo los "lastimaría, mucho".

Todos los que conocimos la querían, y lo decían con lágrimas en los ojos.

Históricamente, las razones de los colonos que se asientan en un lugar establecen la jerarquía. Entre los puritanos que se reubicaron por motivos religiosos, los devotos se hicieron populares. Entre los buscadores de oro, los primeros que lo encuentran ganan estatus.

Pero la gente vino a Snowflake para desarrollar la enfermedad, y por lo tanto, ésta actúa como una moneda social. Ser "normales" -un término despectivo que significa que las fragancias químicas y la electricidad (todavía) no nos causan dolor debilitante-, no sólo nos colocaba a Mae y a mí en una categoría de personas que históricamente habían herido, abandonado y mal diagnosticado a todos los que íbamos a conocer, sino que también nos clasificó como leprosas.

Por suerte, yo estaba a punto de ponerme muy enferma.

El segundo día, me desperté con dolor de cabeza y pelo de Mae en la boca. El dolor de cabeza fue una bola de nieve hacia la náusea. Estaba empezando a sentir síntomas familiares, parecidos a la gripe, que pavimentan el camino a la oscuridad emocional.

Yo había rogado escribir sobre Snowflake porque me identificaba con la idea de las personas enfermas en retirada a la mitad de la nada para encontrar la paz. Casi dos años atrás, tuve una crisis nerviosa y estuve internada en un hospital psiquiátrico durante dos semanas. La medicación y la terapia me devolvieron a la realidad. Sentí que reconocía la necesidad de dejar todo atrás.

En los casi dos años transcurridos desde mi crisis nerviosa, sujetarme a la lista de tareas por hacer que dan en el psiquiátrico (dormir, comer, tomar la medicación) me hizo sentir en control.

Ahora, cada elemento había sido sacudido por nuestros arreglos para dormir, la comida insatisfactoria (sopa de repollo) y mi deseo personal de, en algún momento, quedar embarazada de un bebé que no se pareciera a un pulpo.

"Estoy empezando a pensar que éste no es el mejor momento para empezar a disminuir las drogas psicotrópicas," le dije a Mae, quien apenas me escuchó.

"Hay un problema", respondió.

En la cocina, Susie y Deb revelaron que la desconfianza se había desarrollado entre nosotros. La noche anterior, Mae y yo decidimos para cargar la batería de su cámara, y esto presuntamente mantuvo despierta a Susie.

"Pero oímos tus ronquidos," dije.

"Ustedes la lastimaron", dijo Deb.

Ellas querían saber cómo podían estar seguras de que no éramos más que otro par de periodistas que llegamos para jugar -para poner a prueba su enfermedad con travesuras y ¿burlarnos de ellas?

Deb dijo que no podíamos engañarla.

Como prueba, contó una historia sobre cómo, una vez, cuando su hija tenía "10 o 12 años", habían ido juntas a la tienda.

"Perdí el rastro de ella y su amiga," dijo Deb, sonriendo con orgullo, "pero luego las encontré; pude olerlas. Alegaron, 'No, no, no', pero sabía que se habían perfumado con muestras. Así, en el coche, ellas se estaban riendo y les dije que se bajaran."

Ese fue el final de la historia.

"¿Las sacaste del coche?", pregunté.

"Bueno, sí", dijo, confundida. "Estábamos a menos de 5 km de la casa." Regresó con el auto "finalmente". Pero yo no podía dejar de verlo desde el punto de vista de la hija: estaba con una amiga y su mamá las dejó en la carretera.

Me preocupaba que nosotras estuviéramos a punto de ser expulsadas, también.

Deb dijo que, con el fin de confiar en nosotras de ahora en adelante, teníamos que prometerle que no íbamos a escribir más que datos positivos que informaran claramente a los lectores de la validez clínica de la enfermedad ambiental.

"No podemos prometer eso", dijo Mae.

Un silencio general cayó sobre el cuarto forrado de papel aluminio. Deb, que había sido bastante ecuánime hasta el momento, se veía como si fuera a llorar. Nuestra oportunidad de escribir una historia parecía estar desintegrándose. Así que carraspeé para mostrar un exceso de confianza con el fin de difuminar las cosas.

"Les diré un secreto," dije.

Les dije a Susie y Deb que yo sabía cómo se sentía, al menos un poco, "estar enfermo y que nadie te crea". Expliqué cómo, cuatro o cinco años antes, mi cabello comenzó a caérseme y tuve una horrible sensación de ardor en la parte posterior del cuero cabelludo que era tan intensa que usaba una bolsa de hielo como almohada, y cómo sentía náuseas todo el tiempo, y cansancio, y lloraba mucho. La palabra "diarrea" ya había sido mencionada varias veces por Susie y Deb para describir sus propios síntomas, por lo que la incluí en mi sintomatología.

Ellas se suavizaron. Cuando llegué a la parte sobre cómo cada médico que vi ese año dijo que estaba yo bien, físicamente hablando, y me referían a un psiquiatra, musitaron de manera protectora frases de familiaridad con la situación. Me preguntaron cómo era mi entorno; pensé que querían decir emocionalmente, así que les dije cómo me mudé a Nueva York por ese chico, James, y que firmamos un contrato de arrendamiento juntos, rompimos en un mes -luego yo perdí mi trabajo, no tenía ahorros, -la la-la.

Susie me interrumpió: "No, tu entorno físico." Recordé, con un estremecimiento, que a nuestro apartamento entraba el vaho de una tintorería. Solía asomarme a olerlo porque el detergente olía excelente en comparación con la pollería de la calle.

Susie y Deb se entusiasmaron. Mi depresión había sido un síntoma de enfermedad ambiental.

"Utilizan todo tipo de agentes químicos para limpiar los mataderos," dijo Deb con entusiasmo. "Cuando te fuiste, ¿desaparecieron los síntomas?"

"No, pero empezaron a disminuir un poco, cuando un médico amigo mío me dijo que probara eliminar el gluten."

"El gluten, ¡es lo que sucedió conmigo!", dijo Susie. "Esa es una de las cosas a las que descubrí que era sensible. Es más frecuente de lo que la gente piensa".

"Para mí, personalmente, fue un placebo", dije cuidadosamente, registrando su apariencia decepcionada. Se encogieron aún más cuando utilicé la palabra "psicosomático".

"El no consumir gluten me ayudó durante mucho tiempo, sobre todo con el problema de andar piteando mis pantalones -creo que simplemente controlar mi entorno me ayudó. Pero la sensación de quemazón en el cuero cabelludo no desapareció hasta que un dermatólogo me recetó antidepresivos".

"No es que yo diga que los síntomas no eran reales", continué -y en mi nerviosismo de haberlas ofendido una vez más, me eché un pedo tan estridente que Mae se rió en estado de shock.

Susie se encogió de hombros y Deb se mantuvo impasible, como si no lo hubiese oído, lo que era imposible. Los productos químicos les molestaban, pero sus funciones corporales estaban bien.

Teniendo en cuenta los progresos realizados al hablar de mi historial médico, hice público mi dolor de cabeza actual. Susie armó un revuelo para buscarme Tylenol, y Deb amablemente explicó que esto era otra señal de que mi cuerpo estaba vertiendo toxinas del mundo regular.

Mi enfermedad había elevado inmediatamente mi estatus en el hogar. "Aquí tienes," dijo Deb, y me dio una taza. Susie puso las pastillas en la palma de mi mano.

Después de casi 24 horas de que me estuvieron diciendo que apestaba y de ser tratada como un monstruo contagioso, quedé tan agradecida por estas gentilezas que quise abrazarlas. Susie accedió, pero Deb dijo que yo todavía era demasiado fragante para poder acercarnos tanto.

"Pero he cambiado de opinión", le dijo a Mae. "Te voy a dejar que me grabes si quieres."

Susie y Deb, como la mayoría de sus vecinos, reciben cheques de discapacidad. Pero el sistema de seguro  no es complaciente. No es fácil solicitar una discapacidad cuando sufres una enfermedad que la mayoría se niega a reconocer. E incluso si recibes alguna ayuda, los cheques pueden dejar de llegar en cualquier momento. Todo lo que se necesita es que un burócrata de Arizona examine tu archivo y decida que tu enfermedad es imaginaria.

Una y otra vez, los residentes destacaron para mí que querían trabajar, que extrañaban el trabajo -no tenían identidad ahora, dijeron, no tenían sentido de la autoestima. Muchos, como Deb, eran ingenieros químicos. Son inteligentes, se aburren fácilmente y se avergüenzan por lo que les preocupa que algunos podrían interpretar erróneamente como pereza o vagancia. Yo les creí cuando dijeron que querían puestos de trabajo. También creí que estaban demasiado enfermos para trabajar. Muchos pasan días enteros en la cama, con los ojos tapados por el dolor cegador causado por su enfermedad.

"Aquí la gente se suicida", dijo Susie, a medida que caminamos con dificultad por el desierto, recogiendo rocas. Nuestras botas crujían en la mierda de conejo petrificada. Susie nos habló de un amigo con enfermedad ambiental que se había suicidado unos meses antes.

"No estaba deprimido ni nada, simplemente no podía aguantar más, por lo que dejó de comer y murió de hambre", dijo. Al parecer, el suicidio es común en Snowflake. Susie estima que ocurren unos dos al año, lo que, dada la población cambiante, califiqué de epidemia.

"Enterramos a nuestros propios muertos", dijo.

"Lo siento mucho", le dije.

Muchas de las personas que conocimos habían encontrado al fin médicos que los creían. Antes, en el mundo normal, después de soportar años de humillantes exámenes y etapas en la sala de emergencias, relegaban la profesión médica a la condición de enemiga. Ahora, hablan con adoración de sus médicos, la mayoría de los cuales practican el enfoque de salud integral -una mezcla de ciencia occidental, curación holística y terapia individual. Mientras hablé de enfermedad ambiental como un fenómeno físico, los habitantes de Snowflake estaban felices, incluso ansiosos por comunicarse. Pero se enfadaron cuando abordé su enfermedad, incluso de forma oblicua, como de un fenómeno psicológico. Habían pasado años sintiéndose enfermos y luchando contra los escépticos. Lo último que querían oír era que una persona ajena, que acababa de conocerlos, les dijera que estaban locos.

No los culpo. Más tarde, con dolor de estómago, examiné mis notas, releyendo interrogantes garabateados durante varias conversaciones sobre la posibilidad de que todos aquellos a los que conocemos tengan algún tipo de trastorno por estrés postraumático extremo, ya sea por estar enfermo, ser testigo de una crisis de salud en todo el país o -como surgió en una o dos de las conversaciones- haber sido víctima de abuso sexual.

Cuando le pregunté a Susie si tomaba algún medicamento para su enfermedad ambiental, ella cloqueó como una niña y contestó: "¡No es asunto tuyo!".

"Sí tomo un medicamento", reconoció después de una pausa. "Para las convulsiones."

Ciertos medicamentos psiquiátricos también sirven como fármacos anticonvulsivos, así que mencioné un par de marcas conocidas. Susie hizo una seña afirmativa. Me pregunté si teníamos lo mismo, sea esto lo que fuere.

En la última mañana en el pueblo, Deb me interceptó en el camino para explicarme mi fragilidad. Había estado pensando en mis síntomas -el dolor de cabeza, mi historia de la llamada depresión y mi ciclo menstrual, que se adelantó dos semanas en nuestro segundo día allí.

"Mi terapeuta dice que es sólo estrés", dije. "Siento que tal vez reconocemos algo mutuo. Sólo queremos llamarlo con nombres diferentes".

Ella negó con la cabeza. "Tienes enfermedad ambiental, puedo sentirlo."

En voz baja, tentativa, me explicó que, de hecho, había una forma objetiva y científica para hacerme un test de enfermedad ambiental; que podía hacerlo en ese mismo momento.

El procedimiento sería relativamente sin dolor, pero no podía hablar de los detalles en mi reportaje.

"Siento que esto sonará más siniestro de lo que es si omito los detalles", le dije tras la prueba.

"La gente va a pensar que estamos locos", dijo.

"Estoy loca", le dije.

"No", dijo.

Después de haber terminado, me quedé en la puerta, mientras que Deb buscaba en la casa sus gafas oscuras. Yo ya no tenía permiso para entrar porque me había puesto de nuevo mi propia ropa, y los olores que emanan de la ropa del mundo regular ya habían causado que los oídos de Deb se hincharan, haciendo difícil que pudiera oír. Era hora de irme, pero Deb me dijo que el aparato que se utiliza para diagnosticar la enfermedad ambiental no funcionaba, por lo que tendría que mantenerse en contacto conmigo. Le anoté mi número de teléfono y dirección de correo electrónico.

"¿Puedo darle un abrazo de despedida?", le pregunté.

"No con esa ropa", respondió.

Cuando Susie nos transportó de nuevo hacia la sociedad, las reses nos miraban desde las zanjas y los terneros se tropezaban en el arcén. Susie nos dijo que no ve ninguna superposición entre la enfermedad mental y la ambiental. Ciertas sustancias son físicamente venenosas y eso es todo.

"Si alguien es imprudente o descuidado y te expone a sustancias que te causarán problemas, es, en cierta medida, una agresión física," dijo Susie.

"Agresión física, es un término muy fuerte," dijo Mae.

"Sí", dijo Susie. "Por eso lo digo."

En la puerta del aeropuerto, recordé el Valium de emergencia en mi bolsa, y todo mi estrés desapareció. Pero la calma se me gastó en el vuelo, y para cuando llegué a casa, sentí la tristeza en mi sangre. Casi deseé que la prueba de Deb funcionara -que iba a encontrar algo científico para sustanciar lo mal que a veces me siento.

Unos días más tarde, Deb y Susie me telefonearon y hablaron conmigo por el altavoz, ya que sostienen que el receptor pegado a la cabeza provoca problemas neurológicos. Una vez más, querían que les dijera exactamente lo que iba a escribir sobre ellas. Les preocupaba que pudiera burlarme de ellas. Les dije que no era mi intención, pero que me proponía decir la verdad, y en ese momento Deb me dijo que los resultados de mi examen le habían demostrado que yo estaba enferma.

"Pero puedo ayudarte."

"Podemos ayudarte a ahorrar un par de años de esfuerzo infructuoso," añadió Susie.

"¿Qué pasa conmigo?", pregunté.

Deb prometió que me lo diría finalmente. Pero sólo después de leer este reportaje.

"¿No es como un chantaje?", le dije.

Susie y Deb comenzaron a reír, suavemente y con astucia.

Todavía estoy esperando a mis resultados.