miércoles, 20 de julio de 2016

julio 20, 2016
Elon Musk. (Reuters)
Es un genio, calza botines de tacón alto, anda siempre con déficit de horas de sueño, ojeroso y grogui, habla suave y titubea cuando hace presentaciones que, además, suele improvisar ante la desesperación de sus asesores de prensa.

He visto y oído a Elon Musk en actos sociales, donde hace lo que puede para defenderse ante desconocidos que quieren tocarle como si fuera un santo; pero también he comprobado cómo su timidez se transforma cuando conversa con profesores y estudiantes de ingeniería: ahí está en su elemento y demuestra saber lo que vale un peine, es decir, un cohete, una cápsula espacial, un coche eléctrico, las super-baterías o las placas solares. ¿El próximo Steve Jobs?

Musk nació en Sudáfrica, emigró para no servir en el ejército, estudió ingeniería en Canadá y EEUU y fue admitido en el programa doctoral de Stanford, pero a los dos días dejó la universidad para montar su primer negocio y en 20 años se convirtió en multimillonario. Puede acabar siendo la persona más rica del mundo.

Tiene 44 años, cinco hijos y es un apasionado de la velocidad. Cuando vendió su primera empresa se compró un McLaren F1 y sólo al estrellarlo cayó en la cuenta de que no lo tenía asegurado. Vive a caballo entre Los Angeles y Silicon Valley, donde muchas noches termina durmiendo en casas de amigos como Larry Page, uno de los fundadores de Google. Sueña con ser el Henry Ford de este siglo gracias a Tesla y llegar a Marte con los cohetes y naves espaciales de SpaceX. Por si esto no fuera suficiente, Musk ha construido, en el desierto de Nevada, Gigafactory, la planta industrial de Solar City más grande del mundo. Frente a los trenes de alta velocidad promueve el Hyperloop, un sistema de transporte mediante tubos convectores que permitirá viajar de San Francisco a Los Angeles en media hora. Además, ha fundado OpenAI para conseguir que la Inteligencia Artificial no acabe en manos privadas.

En sus años de estudiante pobre, el joven Elon compartía con su hermano un apartamento-oficina sin baño, donde dormían en un sofá y se duchaban en un gimnasio cercano. Tenían un sólo ordenador: uno lo usaba de día y el otro de noche. Ahora instalará su despacho al final de la cadena de montaje de los Tesla y dice que allí tendrá un saco de dormir.

Su comienzo fue un éxito: en 1995, con 28,000 dólares prestados por su padre, fundó Zip2 para crear unas páginas amarillas digitales que extendió por todo el país aliándose con empresas periodísticas como Hearst, Knight Ridder o la editora de The New York Times. Cuatro años después, Compaq pagó 350 millones de dólares por su invento y Musk se embolsó 22 millones.

Con ese dinero fundó X.com que, con los años, acabaría siendo PayPal, que vendió a eBay ganando 165 millones. Con apenas 30 años ya era multimillonario gracias a su visión digital. Fue entonces cuando decidió enfrentarse a otros tres grandes complejos industriales: aeronáutica espacial, automóviles y energía. Instaló SpaceX en Los Angeles, en unos enormes hangares, donde Boeing construía el fuselaje de sus 747. Quiso comprar cohetes a los rusos, pero acabó construyendo los suyos, que hoy lanzan al espacio satélites con modelos reusables que alquila a la NASA.

Más tarde montó Tesla, en las afueras de San Francisco y en una antigua planta de Toyota y General Motors. Ahí, fuera de Detroit, nacieron los primeros coches eléctricos del mundo: primero, un deportivo, y luego, un sedán, que acabaron siendo modelos icónicos que han comprado desde Leonardo di Caprio a George Clooney o el ex gobernador de California, Arnold Schwarzenegger.

Tras estos modelos de alta gama, que cuestan más de 100,000 dólares, llega el Model 3, que se empezará a vender a finales del año que viene e irá dirigido al gran público (500,000 coches en 2018, un millón en 2020) al precio de 35,000 dólares (unos 30,000 euros). A las 24 horas de ser presentado al público, 115,000 fans del coche pagaron un depósito pre-compra de 1,000 dólares y al mes ya eran más de 400,000. Y todo ello sin gastar un dólar en publicidad: "Prefiero invertir ese dinero en mejorar el coche", dice Musk.

Unas 13,000 personas trabajan hoy en sus empresas. Su gran habilidad: rodearse de gente con talento. Es menos abrasivo que Steve Jobs y más sofisticado que Bill Gates. Su mensaje siempre ha sido el mismo: «No hago todo esto para hacerme rico sino para cambiar el mundo».

Está convencido de que Apple acabará construyendo también coches eléctricos. Pero él lleva la delantera: en 2015 vendió un 60% más de coches, la misma tasa de crecimiento del Model T de Ford.

Optimista empedernido, cuando le preguntan "¿cómo se podrá vivir en Marte?" responde: "Ahora estoy ocupado en cómo llegar, luego habrá que calentar el planeta y para eso todavía no tengo planes". Piensa en viajes de tres meses a precios asequibles, enviando ingenieros en vez de pilotos, para hacer posible el sueño de una civilización pluriplanetaria. Una idea que seduce a Larry Page, quien llegó a decir que no le importaría dejar toda su fortuna a la Fundación Musk para hacerla realidad. Y Elon Musk parece tenerlo muy claro. Ashlee Vance, autor de su biografía, le preguntó cuál sería su último deseo y Musk sentenció: "Morir en Marte". (Juan Antonio Giner / innovation.media / El Mundo)