jueves, 19 de mayo de 2016

mayo 19, 2016
GUADALAJARA, Jalisco, 19 de mayo.- Ella pidió el anonimato no por vergüenza sino por miedo, pues teme represalias de los padrinos o madrinas, como se hacen llamar los cuidadores en los albergues contra las adicciones. Tenía 13 años cuando probó las drogas, mariguana, crystal, “toncho”, le gustó. Ahora, en su adolescencia, aquel gusto se volvió adicción: “Ya no les hacía caso a mis papás y duraba dos, tres días sin llegar a dormir”.

Fue su madre la que comenzó a buscar ayuda, primero en el DIF de Tonalá, pero la ignoraron; lo mismo en Tlaquepaque. Una amiga suya le habló del lugar, Despertar Espiritual Alcohólicos y Drogadictos AC. El trato con los manejadores de este sitio, en cambio, fue cordial y educado y le dio confianza. Dos muchachas fueron por ella a su casa y la llevaron contra su voluntad al albergue.

Tardaron 15 días en volverla a ver. Su mirada era de tristeza y de cansancio, pero no daba quejas a los familiares, sólo sugería a su madre que había “anomalías” pero no le creían. Pensaban que eran quejas para que la sacaran de ahí.

Comida para los internos en "rehabilitación".

Pero ahora que salió de su claustro, tras el operativo de la Fiscalía del martes pasado, detalló a su familia las anomalías. Durante los primeros días la metieron a la llamada cama “de enfermos”, donde llegaban las de primer ingreso. La enfermedad era la adicción y las curaban sólo alimentándolas con té. Cualquier queja, palabra, intento de denuncia o mirada a la pequeña ventana sobre el cuarto era “aplicada”, castigada sentándolas:

“Ellas le llamaban ‘silla de pend…s’ porque nos dejaban así sentadas en una silla, con las manos en las piernas y sin dormir, si nos dormíamos nos jalaban para que nos despertáramos y nos paraban por una hora con las manos en los costados y la vista en frente”, donde se leían sobre los muros los siete pecados capitales. Su primera “aplicación” fue de seis días sin dormir…

La comida que les daban era con el mismo ingrediente, arroz. Para desayunar era arroz solo; en la comida le ponían zanahoria pero siempre sin sal. En ocasiones les daban huesos cocidos: “Era la gloria”, dijo. Aunque no tenía nada de carne, les dejaban escurrir el caldo en el arroz para que les supiera a algo. Cuando bebían agua sólo se les permitía tomar el nivel de tres dedos.

Tras su ingreso les asignaban una tarea, un “servicio” que cambiaba a la semana, lavar, limpiar. La última fue cuidar la entrada: “Teníamos sugerido que si alguien cruzaba una línea que había ahí que las aventáramos y de un p…zo las regresáramos”. Una semana en el día, una semana en la noche.

Las mujeres estaban en la planta alta del albergue, separadas de los hombres, pero estaban juntas las menores con las mayores. Eran 111 mujeres y sólo ocho literas plagadas de chinches que se turnaban en las noches y en los días: “Una noche dormía la mitad, 50, y la otra noche dormía la otra mitad. Era de ‘palito’, volteadas (atravesadas) y pies, cabeza, pies, cabeza”.

Ella sólo supo de tres casos de compañeras que quisieron escapar pero no lo lograron. Cuando eso ocurría ya no las madrinas, sino los padrinos eran quienes las castigaban, el padrino José Luis, el padrino Pacheco, el padrino “Gato”: “Se escuchaba cuando les pegaban, las aplicaron entre varios
padrinos y pues las golpearon”.

Cuando llegaban autoridades a revisar les daban el “pitazo” y rápido llevaban a las menores de edad a esconder a un cuarto donde les advertían que habría castigo si hacían ruido. Salían al irse los inspectores.

Aún así, ella supo de historias peores en otros lugares que operan en la ciudad: “Dicen que existen peores anexos porque una compañera nos llegó a platicar que estuvo en una granja que se llamaba La Perla y que ese anexo estaba peor”.

Ella no pudo negar el alivio que sintió, cuando pudo contar a su madre lo que padeció: “Mi mamá no sabía de todo lo que se practicaba allá adentro, decíamos que estábamos bien”. Ahora le permitieron en su antigua escuela regresar a sus estudios, a los cuales aseveró que regresaría sin titubear.

Su madre aseguró que no sabía cómo era aquel ambiente pero lamentó más que ninguna autoridad la hubiera guiado para elegir un albergue donde trataran con humanidad a su hija: “Cuando vi lo que había adentro detrás de la puerta que no podíamos cruzar hasta culpable me sentí, de ver, como si fuera ella un animal”. (El Informador)