martes, 3 de noviembre de 2015

noviembre 03, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


La belleza es interior, dicen algunos. Sin embargo, no sé de ningún hombre que se haya hecho una paja evocando las virtudes morales de una chica. Mi sabia abuela doña Liberata daba consejos a sus hijos en edad de casamiento. Les decía: “Busquen una muchacha de buen fondo”. Con realismo muy real le contestaba el tío Rubén: “Pero, mamá: el fondo ¿quién se los ve?”. Desde luego toda mujer lleva consigo algo que en determinado momento la hace bella. Tuve un amigo de muy buen parecer, apuesto y guapo. Era un adonis al que secretamente todos envidiábamos. Aun así, cosa que nos maravillaba, tenía novia fea, de rostro impublicable y cuerpo como para esconderlo a fin de no disminuir drásticamente el promedio de belleza del planeta. Cierta noche de copas alguno de nosotros le preguntó por qué traía semejante endriago. Respondió él con sonrisa sibilina: “Caras vemos, camas no sabemos”. En la misma tesitura, pero en manera culterana, escribió Proust: “Dejemos las mujeres bellas a los hombres sin imaginación”. Digo todo eso porque mi texto de hoy trata de una muchacha fea. Ella, claro, no tenía la culpa de su fealdad, del mismo tiempo que a las bonitas no les cabe ningún mérito por su hermosura. Lo feo y lo bello vienen con el nacimiento, como el ombligo. O como la muerte, si nos ponemos solemnes. Dicho con caridad, aquella muchacha era feíta. Dicho con la verdad, era feísima. La caridad atenta muchas veces contra la verdad, y la verdad atenta siempre contra la caridad. Era fea la muchacha, con efe de foco fundido. Jamás he entendido esa expresión: “fea con efe de foco fundido”, y supongo que la Comisión Federal de Electricidad tampoco tiene explicación para ella, pero la frase es sonora y contundente. Fea como era, la infeliz jamás había oído un “te quiero”, ni abrigaba esperanzas de escucharlo. Todas sus amigas tenían novio; por eso dejó de tener amigas. Se retrajo en su casa, donde vivía con su padre viudo, y se entregó al cuidado de las flores y de los pájaros en jaula, sin salir a otra parte más que a la iglesia, para oír la misa de alba. Aquí debo confesar que sentí la tentación de decir que cuando se acercaba a las flores éstas cerraban sus corolas y se escondían entre las hojas, asustadas, y que cuando iba a cambiarles el agua a las canoras aves los pajarillos caían desmayados por la penosa impresión que les causaba la fealdad extrema de su dueña. Pero afirmar tal cosa sería faltar lo mismo al amor al prójimo que a la verdad, y yo procuro siempre ser caritativo y verdadero, hasta donde es posible conciliar ambos extremos. Lo que sí he de narrar es que cierto día llegó al pueblo un barillero joven. En un canasto llevaba su buhonería: agujas y alfileres, listones coloridos, peines, botones, hilos de La Cadena, con otros diversos etcéteras. Quién sabe qué palabra amable le dijo a la muchacha fea —pura mercadotecnia— al ofrecerle su quincalla cuando salió del templo, el caso es que la pobre se prendó incontinenti del desgarbado tipo. El papá de la chica pensó que el visitante, feo también, podía ser candidato a desposar a su hija. Lo buscó en la hospedería donde se alojaba, le invitó una copa y sin rodeos le trató el asunto. Quería que se casara con su hija. Eso haría feliz a la muchacha, y a él lo quitaría de andar de pueblo en pueblo vendiendo baratijas. Le dijo para excitar su codicia: “Sé que mi hija es muy fea, pero en cada teta trae 50 mil pesos”. Preguntó el tipo, interesado: “Y ¿cuántas tetas tiene?”. “¡Pos dos, cabrón! —prorrumpió el genitor hecho una furia—. ¡Ni que fuera marrana, pendejo!”... Este sabroso cuento campirano lo escuché en Aguascalientes de labios de don Fernando Topete, gran conversador y hombre de bien que se dedica al noble —y  aventurado— oficio de criador de reses bravas. Conocedor profundo de la tauromaquia, que tiene hondas raíces en esa hermosísima ciudad, es también devoto de la charrería. Hizo recuerdos gratos del doctor Carlos Cárdenas, “Rayito”, inolvidable personaje de mi tierra, y me pidió saludar en su nombre a Macario González, el apóstol de la charrería en Saltillo. Aquí cumplo ese amable encargo, y aprovecho la ocasión para agradecerle a la vida el regalo de haber conocido a don Fernando... FIN.