martes, 13 de octubre de 2015

octubre 13, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Este día voy a contar la historia de un señor que conocí en Guadalajara. La historia es verdadera, por eso parecerá increíble. El señor ha ido por mí al aeropuerto. Me hace subir en su automóvil, uno de lujo, inglés, que no se vende en México. Se explica eso porque el señor es riquísimo empresario. Me dice: “Pedí ser yo quien viniera por usted. Sé que es de Saltillo y en cierta forma lo que soy se lo debo a su ciudad”. Seguidamente me explicó el origen de esa deuda. Su abuelo era campesino, me cuenta, y hombre de vida arrebatada. Su mujer lo dejó por borracho, parrandero y jugador, como dice la antigua canción. El abandonado tomó a su hijo pequeño y se lo llevó al Norte con la idea de pasar a los Estados Unidos. No pudo: Se estableció en Tijuana. Ahí creció el niño, futuro padre del señor de mi historia. Cuando estuvo en edad de valerse por sí mismo el muchacho dejó también a su papá, que continuaba su desordenada vida y emprendió el camino de vuelta hacia Jalisco a fin de reunirse con su madre. Al llegar a Saltillo se le acabó el dinero. Buscó trabajo y lo encontró en un obraje, que así se llaman los talleres donde se teje lana. Muchacho avispado, deseoso de aprender, pudo bien pronto hacer cobijas y luego se instruyó en el arte de fabricar sarapes saltilleros. Juntó dinero y regresó a su lugar de origen. Ahí fabricó su propio telar y empezó a tejer cobijas que vendía a los rancheros. Se casó, tuvo hijos. En un viaje a Guadalajara se dio cuenta de que había muchos turistas que buscaban “Mexican curios” para llevar a su país. 


Se puso entonces a hacer sarapes de Saltillo, que vendía en la puerta de los hoteles. Con eso ganaba buen dinero. Se compró una pequeña casa, hizo ahorros. En cierta ocasión leyó en el periódico la noticia de la fundación de la Universidad Autónoma de Guadalajara. El patronato de la institución, decía la nota, admitía socios cooperadores que hacían una aportación única de 15 mil pesos, a cambio de la cual podían asistir en lugar preferente a todos los eventos culturales y deportivos de la institución. También, añadía la nota como de pasada, esos socios recibían becas completas para sus hijos. Al día siguiente aquel humilde tejedor que no dejaba aún el sombrero de palma y los huaraches se presentó ante el secretario del patronato y le dijo que quería ser socio cooperador de la Universidad. “Eso cuesta mucho -le dijo el funcionario-. Debe usted dar 15 mil pesos”. Sin decir palabra el hombre desató su paliacate, sacó de él un atado de billetes y le pidió al secretario que los contara. “A ver si el dinero está cabal” -dijo. Después de contar, el boquiabierto secretario le extendió al hombre su bono de socio cooperador. Un mes después fue el tejedor a inscribir a su hijo mayor en la Universidad. Nada pagó de inscripción ni de colegiaturas, pues su calidad de socio le daba derecho a beca total. El siguiente año llevó a su segundo hijo y lo inscribió también gratuitamente. Haré corta la historia: El hombre tenía 20 hijos. Aquella oferta de becas la hicieron los sabios señores de la Universidad pensando en los ricos, que tenían dos o tres hijos solamente, los cuales las más de las veces no estudiaban. Nunca pensaron aquellos inteligentes financieros en la posibilidad de que hubiera un padre de más de cuatro. El humilde tejedor hizo el negocio de su vida: Por 15 mil pesos dio carrera a toda su numerosa prole. “Entre mis hermanos y yo representamos casi todas las profesiones -me dice el señor-. Hay médicos, abogados, ingenieros, contadores... Yo soy licenciado en Administración de Empresas. Me ha ido muy bien, gracias a Dios y gracias a mi papá. Y también gracias a los sarapes de Saltillo”. Hermosa prenda es el sarape saltillero. Toma todo el sol y todos los arco iris del mundo y los hace quedarse quietecitos en sus pliegues, lujo sobre el lujo del piano alemán con candelabros. La belleza del sarape de Saltillo estriba en que no sirve para nada más que para mostrar riqueza, pues es caro. Sería sacrilegio usarlo para quitarse el frío o protegerse de la lluvia. Es un galano adorno que lleva el charro sobre el hombro. Me alegró saber que también nuestros sarapes han servido para propósitos educativos. FIN.