martes, 27 de octubre de 2015

octubre 27, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

Los hombres famosos no son famosos cuando están entre ellos. Entonces son solamente amigos, o colegas, o compañeros de oficio. Decía un antiguo dicho: "Entre sastres no se cobran las puntadas". Victor Hugo, que tenía frases para todas las ocasiones, respondió cuando alguien le preguntó qué obra era mejor, la de Shakespeare o la de Cervantes: "El arte es la región de los iguales. La obra maestra es igual a la obra maestra". De esa igualdad trata el relato que haré hoy. 


Este hombre es un pintor famoso. Y este otro hombre es un famoso escritor. Los dos son españoles, pero no se conocen porque tienen actitudes diferentes: uno, el pintor, es comunista; ha debido vivir casi toda su vida fuera de España, pues el franquismo lo considera enemigo mortal. El otro no es comunista. Tampoco es fascista. Es simplemente un escritor. Hombre displicente, gozador de la vida, se acomoda al tiempo y a las circunstancias. Por eso, aunque de vez en cuando cae en inesperadas rebeldías, ha podido permanecer sin problemas en la España de Franco. El escritor visita al pintor en la casa que el exiliado tiene en Francia. Va a anunciarle que se propone editar en Barcelona una revista cuyo primer número estará dedicado a él. Eso alegra mucho al pintor: jamás ha sido objeto de un reconocimiento así en su país. El mundo lo aclama como el mejor pintor contemporáneo, pero en tierras españolas su nombre ni siquiera se pudo pronunciar durante muchos años. La muerte de Franco ha traído un cambio que ahora se muestra en la visita del escritor: por fin se levantará la prohibición de que en España se conozca la obra de un artista que en sus cuadros ha reprobado con vehemencia los males de la violencia desatada por el régimen del Caudillo. Conozcamos ahora a la compañera del pintor. Es una francesa de cuerpo fino y armonioso rostro. Habla el español a la perfección, sin ningún acento, pero en presencia de los visitantes prefiere dirigirse al pintor en su francés nativo. En esta ocasión, sin embargo, altera su costumbre y habla en castellano con el escritor. Después éste arriesgará una explicación: él es el primer visitante que nunca conoció a ninguna de las numerosas mujeres que antecedieron a la francesa en el afecto del pintor. Ella se siente cómoda en presencia de aquel hombre que no hará comparaciones entre ella y las otras amantes que ha tenido su compañero. La mujer invita al escritor a comer. Los tres disfrutan de una comida muy sencilla en que unas papas cocidas son el platillo principal. Al terminar el magro condumio el pintor le dice al escritor: "Ahora ella y yo vamos a dormir la siesta. Mientras esperas revisa esta carpeta con dibujos míos, y escoge el que quieras. Te lo regalaré". Así diciendo salen los dos, y el escritor se queda solo en el estudio del pintor. Empieza a hojear el cartapacio. Todos los dibujos son extraordinariamente buenos, todos llevan la valiosísima firma del artista. Cada obra es un tesoro, no sólo de belleza, sino igualmente en dinero; cualquiera de esos dibujos podría venderse en varios cientos de miles de dólares en una galería de París o Nueva York. Pero el escritor no toma ninguno. Los deja todos donde están. Y es que cuando el pintor le puso en las manos los dibujos, el visitante intuyó que lo estaba poniendo a prueba. Cuando regresa el pintor, le entrega todos los dibujos. El artista le pregunta mirándolo otra vez con ojos penetrantes: "¿No te gustó ninguno?". El escritor no responde. Sonríe nada más. Entonces el pintor sonríe también. Sabe que su treta ha sido descubierta. El escritor ha pasado con éxito la prueba: no es un oportunista: podrá hacerlo su amigo. Ya se despiden esos dos artistas. El escritor le dice al pintor: "Noto que amas mucho a tu compañera". "Así es" -responde el pintor. Y luego añade algo que el escritor recordará siempre: "Sin amor no puedes hacer nada. Si no amas a alguien no puedes ser un creador". El escritor se llama Camilo José Cela. El pintor se llama Pablo Picasso. La anécdota que hoy puse aquí es poco conocida. La conocí yo, y te la doy a conocer a ti, que eres uno de mis cuatro lectores. Vale la pena conocerla. FIN.