jueves, 24 de septiembre de 2015

septiembre 24, 2015
Carlos Loret de Mola Álvarez / Historias de reportero

Don Damián Arnulfo cuenta que bajó del camión que lo trasladó de la Normal Rural de Ayotzinapa al Distrito Federal. Durante el trayecto no habló con nadie. No sabe hablar español. Sólo mixteco. Al llegar al Ángel de la Independencia le dieron una pancarta con el número 43 y de pronto estaba encabezando una marcha multitudinaria. Era el 8 de octubre del año pasado.

Sin entender el idioma, no se dio cuenta que la protesta era por la desaparición de su hijo Felipe dos semanas antes. Ni siquiera sabía que su hijo había desaparecido.


Él se presentó a la escuela de Felipe dos días después de la tragedia. Encontró un lugarcito en la cancha y ahí se acomodó en silencio a esperar a que su hijo volviera. Porque eso era lo que pensaba, que se había ido a una actividad y no regresaba aún.

Conocí esta historia ayer que me la compartió mi colega Ana Lucía Hernández, de Contraportada de Radio Fórmula. Son de esas historias que no se te sacuden de la mente cuando te quitas de enfrente la hoja donde están escritas.

Está por cumplirse un año de la tragedia en Ayotzinapa. Hoy el presidente Enrique Peña Nieto recibe a los papás de las víctimas. A él lo van a acompañar, entre otros, algunos de los que hicieron la primera investigación y algunos de los que quieren enmendarla. A los papás los acuerpan sus abogados y quienes cuestionaron los peritajes oficiales.

Ojalá que en este aniversario, más allá de tantas manos políticas metidas, tantos intereses insanos que se cruzan, no nos olvidemos de que, en el origen, estamos frente al inconmensurable dolor de mamás y papás a quienes les arrebataron a sus hijos.

Es cierto que “los ayotzinapos”, como les dicen a los estudiantes allá, secuestraban camiones, vandalizaban oficinas, bloqueaban carreteras y lanzaban bombas molotov. Pero esos delitos no se pagan con la desaparición ni el asesinato. Es verdad que no eran unas “blancas palomas”, pero también es cierto que su pobreza, su histórica marginación y falta de oportunidades los convertía en jugosa carne de cañón, en débiles víctimas de quienes quisieran lucrar con ellos.

A lo largo de este infame año, he entrevistado a madres y padres de los normalistas. Noto que algunos deducen que sus hijos están muertos, otros hablan de los suyos en presente. A veces se les quieren salir las lágrimas y en otras les brotan los insultos contra el gobierno. Después del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que rechazó que los jóvenes hayan sido quemados, percibí en ellos más esperanza, ilusión de hallarlos con vida.

Un año después, don Damián ya habla un español a tropezones. Su hija, Librada, lo acompaña en lo que ha sido su nueva residencia desde hace un año: debajo de un pizarrón, en un salón de clases de la Normal Isidro Burgos, en una casi cama y defendiéndose de los moscos con una lona.

Ya sabe que su hijo está desaparecido y mantiene la esperanza de hallarlo vivo. Librada marca todos los días el celular de su hermano Felipe. Sueña con que un día le conteste. Hasta hoy, sólo se ha topado con el buzón.

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