sábado, 26 de septiembre de 2015

septiembre 26, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Menos cultura. El cantinero contestó el teléfono y luego le dijo al hombre que bebía en la barra: “Te tengo dos noticias, Astatrasio: una buena y una mala”. Preguntó el bebedor, interesado: “¿Cuál es la buena noticia?”. Le informó el de la cantina: “Hay una dama que te invita a ir a su casa a que que sigas bebiendo con ella y que luego le hagas el amor”. “¡Fantástico! -se entusiasmó el individuo-. Y la mala noticia ¿cuál es?”. Contestó el tabernero: “Esa dama es tu esposa”. Babalucas inventó un matamoscas con un gran agujero en el centro. Explicó: “Es para las personas de buen corazón”. Don Languidio Pitocáido, granjero de edad ya muy madura, fue con el doctor Ken Hosanna y le pidió que le recetara algo que lo ayudara a izar el lábaro de su varonía, pues desde hacía tiempo lo traía abatido. El médico le prescribió unas píldoras, pero le aconsejó que tuviera cuidado con ellas, pues nunca las había recetado y no conocía los efectos que podían causar. Don Languidio regresó a la granja y le dio una de las píldoras al toro. Saltó el animal la cerca, fue al corral de las vacas y dio buena cuenta de seis de ellas. El granjero pensó que el medicamento era demasiado potente para él y arrojó las píldoras al pozo del agua. Días después el doctor Hosanna le llamó por teléfono y le preguntó cómo le había ido con las píldoras. “Son demasiado fuertes -respondió el señor Pitocáido-. Las eché todas al pozo de agua”. “¡Santo Cielo! -se alarmó el facultativo-. ¡No vayan ustedes a tomar esa agua!”. Respondió don Languidio: “Aunque quisiéramos no podríamos tomarla. Ahora es imposible bajar el mango de la bomba”. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, gustaba de los recitales de piano. Pedía siempre estar “Donde pueda verle las manos al pianista”, e invariablemente exclamaba con tono admirativo al final de cada obra: “¡Qué bárbaro!”. Cuando el artista tocaba una sonata aplaudía entre los movimientos, y se sorprendía de que nadie más aplaudiera. Comentaba: “Qué frío está el público esta noche”. Protestó con enojo la vez que cierto famoso intérprete tocó el Concierto para la mano izquierda, de Ravel. Dijo irritada: “Debería tocar con las dos manos. Yo pagué boleto completo”. En cierta ocasión le preguntó a su vecino de asiento: “¿Qué canción acaba de interpretar el pianista?”. Respondió el interrogado: “La Serenata de Schubert”. “¡Haberlo sabido! -se consternó doña Panoplia-. ¡Es mi pieza favorita!”. En seguida volvió a preguntar: “Y ¿quién es el autor?”. Tanto le gustaba a la empingorotada dama el arte pianístico que decidió tomar clases de piano. Su anhelo era llegar a tocar la melodía “Buscando una estrella”. Para tal efecto contrató al maestro Besoffen, pues alguien le dijo que era tan buen pianista que había tocado incluso en el programa “Siempre en domingo”, de Raúl Velasco. Originalmente Besoffen había sido violinista, pero se cambió al piano porque en el violín se le caía el vaso del jaibol. El célebre profesor empezó por enseñar a doña Panoplia a tocar “Los changuitos”, pieza que la señora logró interpretar pasablemente después de 32 lecciones. El aprendizaje de “Buscando una estrella”, sin embargo, fue imposible, pues la alumna carecía por completo de oído musical, y además se negaba a tocar las teclas negras: decía que ese color es de mala suerte. Aun así el maestro no se dio por vencido, pues cada lección le redituaba lo suficiente para comprar una botella de whisky Old Schlong, su marca favorita. La cosa acabó mal: no sólo la dama no logró tocar ni siquiera los primeros compases de la obra mencionada -“Buscando una estrella”-, sino que se ofendió bastante cuando el maestro Besoffen le hizo una discreta insinuación romántica. Le dijo: “¿Cuándo hacemos rechinar el catre, mamacita?”. Doña Panoplia le mostró la puerta al lascivo profesor, y ahí acabaron las lecciones. Desde entonces la altiva dama no puede oír “Los changuitos” sin experimentar un fuerte sentimiento de congoja. Lo anterior viene a cuento porque he sabido que se pretende reducir el presupuesto federal destinado a la cultura. Síganlo reduciendo y todos acabaremos como doña Panoplia, diciéndole “¡Qué bárbaro!” al pianista y preguntando quién es el autor de la Serenata de Schubert. FIN.