lunes, 7 de septiembre de 2015

septiembre 07, 2015
ROMA, Italia, 7 de septiembre.- Andrea Camilleri cumplió 90 años ayer y es el autor más leído en su país, Italia, y en Europa. Su obra, de proporciones gigantescas, sólo resulta comparable con la de Georges Simenon: más de 60 novelas y ensayos, a los que se suman una cuarentena de aventuras policiales de su personaje Salvo Montalbano, comisario de policía en la imaginaria ciudad siciliana de Vigàta. Montalbano se llama así como homenaje a Manuel Vázquez Montalbán, viejo amigo del escritor de Porto Empedocle. La productividad de Camilleri causa un especial asombro porque empezó a escribir de forma habitual cuando tenía ya edad para jubilarse, tras 40 años como guionista y director de teatro y televisión. Esta entrevista con Enric González para El Mundo, efectuada el 27-VIII-15, se desarrolló en su casa de Roma, bajo el humo de los cigarrillos que Camilleri encadena. Desde hace un año, una fotofobia aguda le ha dejado casi sin visión.


¿Cómo está?
¿Cómo estoy? Aceptablemente, digamos. Si no fuera por la falta de vista no podría quejarme.

Y de Salvo Montalbano, ¿se sabe alguna cosa?

El editor tiene en reserva al menos dos nuevas novelas. Quiero decir que de momento está bien, sobrevive, sigue trabajando.

Montalbano se aproxima a la jubilación. Nació en 1950 y, por tanto, ronda los 65.
En efecto. Algún día tendrá que dejarlo. La última aventura de Montalbano está ya escrita. La novela que concluye la serie se escribió hace unos diez años, cuando yo tenía 80. Se me ocurrió una idea sobre cómo cerrar la serie y la escribí rápidamente, porque temía la llegada del alzheimer. Ese libro lleva una década yaciendo en un cajón del editor. Cuando ya no me sienta con fuerzas, daré instrucciones para que se publique.

Creo que Manuel Vázquez Montalbán, creador de Pepe Carvalho, el marsellés Jean-Claude Izzo, creador de Fabio Montale, y usted mismo hablaron una vez sobre cómo iban a matar a sus personajes.

Sí, fue en París. Izzo dijo que pensaba dejar a Montale gravemente herido sobre una barca en alta mar. Manolo optaba por un cierto barroquismo, por un largo viaje sin billete de vuelta. Los dos me preguntaron qué planes tenía yo. Pero en ese momento me llamaron por teléfono y tuve que dejar la conversación. Cuando volví ya estaban con otros temas. Fue una suerte para mí. Tanto Vázquez Montalbán como Izzo, los que hablaron del fin de sus personajes, han muerto. Yo, que no me pronuncié, sobrevivo de momento. Y no me he atrevido a matar a Montalbano. Evidentemente, no puedo decirle cómo acaba Montalbano. Pero creo que encontré una solución muy satisfactoria.

Georges Simenon distinguía entre las novelas que llamaba "duras" y las novelas protagonizadas por el comisario Maigret. Consideraba la serie de Maigret como algo menor. ¿Y usted?

Me ocurre algo parecido. Aunque el mayor éxito de público y de crítica lo he tenido con Montalbano, por encima de las novelas-novelas, como las llamaba Simenon, yo prefiero mis novelas-novelas. Por desgracia, la realidad me desmiente. Parece que es el destino de algunos autores, el de preferir sus obras menos populares. Frente a la serie de Montalbano me encuentro francamente incómodo. Tengo una biblioteca rebosante de traducciones de las aventuras de Montalbano. Al lado tengo una estantería semivacía con las traducciones de mis otras obras. Montalbano me sirve, al menos, para darme a conocer. En Estados Unidos, tras diez o doce Montalbanos, han empezado a traducir las novelas-novelas: La estación de caza, La concesión del teléfono, etcétera. En Rusia ocurrió al revés, con gran alegría por mi parte. Tradujeron tres Montalbanos, al parecer de forma muy chapucera, y no tuvieron ningún éxito, mientras La concesión del teléfono logró muy buenas ventas.

Voy a atormentarle un poco más con Montalbano. El comisario ha ido cambiando. Ha envejecido. Se ha hecho aún más temperamental. ¿Esos cambios le han ocurrido también a usted?

No. Yo no me parezco a Montalbano. A mí no me afecta como a él si llueve o hace sol. En realidad, Montalbano no tiene nada de mí. Es un simple personaje. Entiendo que un autor que comienza introduzca material autobiográfico. Pero creo que para crear y para narrar, cuanto menos te identifiques con tus personajes, mejor.

Usted tiene fama de trabajador disciplinado. Hoy descubro que vive justo enfrente de la vieja sede central de la RAI, donde trabajó hasta la jubilación. ¿No exagera usted?

Cierto, vivo en esta calle desde hace más de 60 años. Antes tenía otro piso en el mismo edificio. Era comodísimo. Cuando hacía televisión aprovechaba las pausas para volver un rato a casa. Era como vivir en el trabajo sin quedarse a dormir en la oficina.

¿Sigue empezando a escribir cada día a las siete de la mañana, vestido como para ir a la RAI?

No. Desde hace un año, a causa de este problema de los ojos, he tenido que modificar el ritmo. Han cambiado sobre todo los horarios. La edad y los achaques hacen que me levante un poco más tarde. Pero las tres horas matutinas frente al ordenador siguen siendo sagradas.

¿Qué es para usted el acto de escribir? ¿Un placer? ¿Un trabajo? ¿Una condena?

Si no siento placer, prefiero no escribir. Mejor dicho, escribo otra cosa. ¿No estoy inspirado para seguir con la novela? Pues escribo lo primero que me pasa por la cabeza. Una cancioncilla para mis nietos, una carta a un desconocido que he visto un momento en el quiosco... Cada día escribo al menos tres folios. Es como el ensayo para un pianista o el ejercicio para un deportista. Hay que mantener en forma el cerebro.

¿Empezó a escribir de muy joven?
Sí, con una larga pausa. Comencé escribiendo poesía y a los 20 años Giuseppe Ungaretti me incluyó en una antología de jóvenes poetas. También escribí muchos relatos breves, de folio y medio. Pero un día interrumpí lo de escribir y me puse a hacer teatro. Luego televisión. Luego guiones. En 1967 recuperé las ganas de escribir. Lo extraño fue que me vino a la cabeza una novela, algo que nunca me había sentido capaz de hacer. Las circunstancias eran dramáticas. Mi padre estaba muriendo. Pasaba las noches con él, charlábamos y le conté poco a poco, en nuestro dialecto medio siciliano, la historia que tenía en mente. Me hizo prometer que la llevaría al papel y al año siguiente, en 1968, lo hice. Era El curso de las cosas, redactada en la mezcla de italiano y siciliano que a veces sigo utilizando. Durante una década, la novela fue rechazada por todos los editores. Tras convertirla en guión televisivo, logré publicarla, gratis. Cuando tuve el tomo en las manos sentí algo mágico. Y escribí un segundo libro, Un hilo de humo. Se publicó inmediatamente. Luego saqué La strage dimenticata, una novela histórica. Siguieron ocho años de silencio, durante los cuales di una especie de largo adiós al teatro. Y recomencé a escribir con La estación de caza.

En esos años de los que habla, los 60 y los 70, Italia contaba con una intelectualidad y una industria cultural muy influyentes en Europa. ¿Por qué desapareció?

Si hablamos de cine, la verdad es que se produjo una afortunada coincidencia de artistas individuales. Nunca existió una industria cinematográfica, sólo iniciativas individuales de gente como Rossellini, Antonioni, Fellini... Cuando desaparecieron, se esfumó el milagro. También tuvimos grandes intelectuales que se ocupaban de la realidad italiana, personalidades como Sciascia, Pasolini, Moravia. Pero en un momento dado se acabaron también las grandes personalidades. El nivel ha bajado de forma notable. No sé por qué. Un hecho que me parece importante es el influjo negativo de la televisión y el descenso de calidad de la RAI, la televisión pública, que cometió el error de querer competir en vulgaridad con las televisiones privadas.

En cuanto a la política...
Me da pereza hablar de la política italiana porque parezco el típico viejecito que habla de sus tiempos. Pero la realidad es que la estatura de los políticos ha cambiado. El nivel es ínfimo.

No se trata de un fenómeno italiano. Ocurre en toda Europa.

Cierto. Ningún político europeo parece tener una idea de Europa. Cada uno tiene simplemente una cierta idea sobre su propio país en relación con los otros países. Los antiguos líderes europeístas, los Adenauer, De Gasperi, Brandt, eran mejores que Merkel. Mire, a mí me pareció bien la unión monetaria. Había que ir a lo práctico. Se concretó la moneda. Eso, sin embargo, había de ser una plataforma para construir la unión política, cosa que no se hizo. Y a mí la Europa monetaria no me interesa. Lo que está ocurriendo en Grecia, con todos los errores que hayan cometido los griegos, lo vivo como un matricidio. Somos incapaces de perdonar a una madre que se ha comportado de forma, digamos, disipada. Pagamos cuando Alemania tuvo dificultades por la unificación, cosa que Alemania ha olvidado muy deprisa. Mire, en Italia, en los años 50, antes del 'boom' económico, se produjo una fuerte emigración interna. Familias enteras del sur se desplazaron al norte. En Turín vi un letrero en un portal: "No se alquila a meridionales". Ahora ocurren cosas parecidas. Como si la Unión Europea dijera: "Esto no es para meridionales".

¿Se siente pesimista?

Sobre el futuro de esta Europa, sí. Cuando tenía 16 años, en 1942, se celebró en Florencia una grandísima reunión de las juventudes nazis y fascistas europeas. Yo participé. El tema era La Europa del mañana. El jefe de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, trazó a grandes rasgos la idea nazi de Europa. Y me vi de pronto en un gran cuartel europeo regido por el evangelio del Mein Kampf. Deseé íntimamente que esa Europa no llegara a existir. Mis ideas fascistas entraron en crisis. Por tanto, sé por experiencia que no todos los proyectos europeístas son buenos. Y la Unión Europea está demostrando una clara incapacidad para afrontar problemas tan graves como Ucrania o la inmigración.

Tengo la impresión de que los personajes más célebres de la novela negra del sur de Europa, Montalbano, Carvalho, Montale, Jaritos, aunque procedan de ideas o instituciones conservadoras, tienden a pensar como personas de izquierdas.

A Montalbano, en una de las primeras novelas de la serie, lo acusan de comunista. No lo es. Pero tiene sentido común. Frente a ciertos absurdos de la sociedad contemporánea, como las diferencias crecientes entre ricos y pobres, no se puede permanecer indiferente. Si me dicen que los recortes impuestos a Grecia por la troika han hecho aumentar la mortalidad infantil, ¿puedo callarme? Si eso significa ser comunista, soy comunista. Estos personajes buscan una cierta verdad y no pueden quedarse impasibles ante las grandes verdades de la realidad. Por eso parecen de izquierdas.

También se ha abierto una gran distancia entre la política y la cultura. La política es dominada por el neoliberalismo y la derecha. En la cultura se mantiene la hegemonía de la izquierda.

La derecha carece de cultura porque se refiere continuamente al individuo, no al colectivo. Hablando de Italia, me asombra que se asuma como algo normal la desaparición de la dignidad del trabajo. Eso implica una devaluación de la persona. Si el hombre no es su trabajo, su producción, su contribución, ¿qué es el hombre? ¿Qué raíces comunes puede tener Europa si pierde eso? En muchas constituciones europeas, como la italiana, se hace referencia al trabajo como base de la sociedad. Hoy, sin embargo, la base de la sociedad europea es el desempleo. La desilusión.

¿Ha estado en Grecia?

Nunca. No he tenido ocasión. Siempre he viajado por trabajo. No se me ocurre viajar por placer o hacer turismo. Si iba a Barcelona, era por el Instituto del Teatro o porque me invitaba Vázquez Montalbán. Si iba a Madrid, era para trabajar en Radio Nacional. Cuando me tomo vacaciones es para ir a mi pueblo, a Porto Empedocle, y ver mi mar.

¿Nunca ha viajado para documentarse?

No, no. Las novelas de Montalbano surgen de noticias de sucesos. Las novelas históricas surgen de alguna frase en un libro. Para escribir esas novelas no me pongo a consultar manuales de historia. I re dei girgenti (El rey de Agrigento) se me ocurrió leyendo una breve guía de Agrigento en la que se decía que Agrigento se proclamó reino durante doce días y que fue elegido rey un campesino. Ocurrió mientras el dominio sobre Sicilia pasaba de los españoles a los piamonteses. Me faltaba documentación y la inventé. Escribí yo mismo supuestos documentos históricos, algunos de ellos en latín, y trabajé sobre ellos. Esa es una de las ventajas de ser escritor. Uno puede inventarlo todo. Hace un momento citaba usted a Simenon. Un día me llamó el hijo de Simenon porque deseaba conocerme. Pasó una tarde entera aquí donde estamos. Me contó que su padre solía decir lo mismo que digo yo, que no tenía imaginación. Me cuesta escribir a partir de nada. Necesito un punto de partida. Déme eso y ya me arreglo.