domingo, 19 de julio de 2015

julio 19, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Jinetear al toro. Una mujer solicitó la ayuda económica de la beneficencia pública, y una trabajadora social fue a visitarla. Ella la recibió con un bebé en los brazos, otro asido a sus faldas y uno más que apenas había empezado a caminar. Explicó la mujer: "Necesito esa ayuda porque mi marido murió hace cinco años". La trabajadora social se sorprendió. Le dijo: "Si su marido murió hace cinco años ¿cómo es que tiene usted estos tres niños?". "Señorita -replicó la mujer-: murió él, no yo". El padre Arsilio reprendió a Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo. Le dijo con paternal solicitud: "¿Por qué te embriagas tanto, hijo mío? El feo vicio del alcohol te llevará a la ruina primero, y a la tumba después". Respondió el beodo con tartajosa voz: "Padrecito: Jesús dijo que los últimos serán los primeros". "Es cierto -aceptó, desconcertado, el bondadoso sacerdote-. Pero ¿qué tiene qué ver con tu caso esa enseñanza de Nuestro Señor?". Replicó el temulento: "Si los últimos serán los primeros entonces yo procuro andar siempre hasta atrás". Aquel toro gozaba de gran fama en los rodeos. Ningún jinete había aguantado más de cinco segundos sobre él. Quienes lo montaban caían siempre a tierra tras sufrir sensibles laceraciones corporales. (En inglés la palabra "jineteo" se dice scrambled eggs). Cobró temerosa celebridad el terrible animal: cuando su nombre era pronunciado -se llamaba "Berserk"- los más rudos vaqueros se echaban a temblar, y a más de uno lo acometía un accidente súbito de carrerillas, o sea despeño estomacal, cursos, diarrea o pringapiés. Cierto día el toro fue llevado al rodeo anual de Donna, Texas. Cuando supieron que el Berserk estaba ahí todos los jinetes desaparecieron como por ensalmo. Ninguno se atrevió no ya a montar a aquella espantable bestia, sino ni siquiera a acercarse a ella. El emcee del rodeo anunció por el micrófono que la empresa ofrecía un premio de 10 mil dólares al jinete que aguantara 8 segundos sobre el lomo del animal. Ninguno respondió a la convocatoria. Entre el público se hallaba un anciano señor de nombre don Tilito a quien sus nietos habían llevado a ver el espectáculo. Declaró el viejecito: "Yo puedo montarle a ese toro". Nadie lo oyó, pero el señor repitió su manifestación: "Yo puedo montarle a ese toro". Preguntó uno de sus nietos: "¿Qué dices, abuelo?". Volvió a decir don Tilito: "Yo puedo montarle a ese toro". Al oír aquello el que había preguntado soltó la carcajada, y con él sus hermanos y quienes alcanzaron a oír lo que el anciano había dicho. "Pero, abuelo -le dijo otro de los nietos-. El Berserk ha derribado a los mejores jinetes del Oeste. Ni siquiera el gran Jim "Ironrump" Buttocks fue capaz de mantenerse sobre él más de tres segundos. ¿Y dices que le puedes montar?". "Al tal Jim no -precisó el señor- pero al toro sí". "¡Estás loco, abuelo!" -se burló el muchacho. Insistió el viejecito con voz cada vez más alta. La gente se empezó a interesar, y algunos vecinos de asiento opinaron que los nietos tenían el deber de respetar la voluntad de su abuelo. Si el señor quería jinetear al toro debían dejarlo. Opuso uno de los muchachos: "Se va a matar". "Ése es su problema" -replicaron los opinantes. Cedieron por fin los nietos, y el viejecito bajó a la arena. El empresario se asombró. ¿Aquel anciano iba a montar a Berserk? Sería bajo su propio riesgo, le dijo. Y lo hizo firmar una carta exculpatoria. Montó, pues, en el toro el ancianito. Se abrió la puerta y salió rebufando el animal. Sus saltos y corcovas eran tremendos, lo mismo que las coces y cornadas con que batía el aire. Pero el viejecito no caía: ante el asombro de la gente se mantenía sobre los lomos de la bestia. Pasaron cinco segundos, ocho, diez, y el ancianito seguía firme. Voy a acortar el cuento: a los tres minutos se agotaron las fuerzas del Berserk, y el toro se echó en la arena, rendido y fatigado. Una ovación saludó la hazaña del anciano, que recibió los 10 mil dólares del premio. Regresó luego con sus nietos. "¡Abuelo! -le dijo lleno de admiración uno de los muchachos-. ¡No sabíamos que eras jinete de toros bravos!". "Nunca lo fui -respondió con modestia el ancianito-. Lo que sucede es que a la abuela de ustedes le daban ataques cuando yo me le subía. Y si ella no logró desmontarme nunca, menos aún me iba a desmontar ese torito". FIN.