martes, 30 de junio de 2015

junio 30, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


En este relato aparecen dos hombres. Uno pertenece a la Historia, el otro pertenece solamente a mi historia. Sin embargo los dos tuvieron un destino común. A fin de cuentas, pienso, el destino de todos los hombres, grandes o pequeños, es el mismo: la muerte, y a todos nos aguarda otra forma de muerte que se llama olvido. Pero antes de todo eso está la vida. Tomando en cuenta lo que habrá después debemos gozarla, y vivirla en tal manera que demos gozo a los demás y seamos parte de su felicidad, no de su tristeza. Lo demuestra el sucedido que a continuación voy a narrar. Si alguien quiere ponerle alguna moraleja, allá él. Yo soy enemigo de las moralejas, pues comprometen mucho. Me limito por tanto a relatar la historia tal como fue vivida. O imaginada. Es lo mismo. Ella no sabía por qué su esposo la golpeaba tanto. Casi todos los días le pegaba. Generalmente el maltrato consistía en una bofetada o dos, pero otras veces le daba con el puño hasta hacerla sangrar, o la hacía caer al suelo y ahí la pateaba. Ella no sabía por qué su esposo la golpeaba. Yo sí lo sé: aquel hombre golpeaba a su mujer porque en el trabajo él recibía golpes de los que no se dan con las manos o los pies: humillaciones, burlas, reprensiones inmerecidas, órdenes irracionales que debía cumplir, trabajo extra al que no se podía negar... Por eso se desquitaba con su esposa: la golpeaba como le habría gustado golpear a su jefe, o a sus compañeros. Los hijos se espantaban cuando veían a su padre maltratar a la mamá. Corrían a esconderse, y contenían el llanto, pues también ellos recibían golpes si lloraban. A nadie le contaban lo que en su casa sucedía. La madre les había dicho que eso nadie lo debía saber. Ella ocultaba sus golpes, o los explicaba diciendo que se había pegado contra una puerta. En los libros hallaba algún consuelo. Le gustaba leer sobre todo los de historia universal. Su esposo no aprobaba esas lecturas, y si la veía con un libro en las manos se lo quitaba y lo arrojaba con furia contra la pared. Leer no era cosa para mujeres, le decía. Por eso ella leía nada más cuando el esposo estaba ausente. Así leyó, completa, la "Vida de Napoleón Bonaparte" escrita por Ducruy. La leyó y la releyó... Un día el hombre cayó enfermo. Varios días guardó cama, víctima de una fuerte indisposición estomacal. "Gastritis aguda" -dictaminó el doctor. Recetó algunos medicamentos; le indicó a su paciente que no comiera alimentos irritantes, y le aconsejó beber leche, mucha leche. Cedió el malestar, pero se repitió poco después. El hombre sentía fuertes dolores de estómago, intensas náuseas repentinas. "Gastritis crónica" -dijo el médico. Volvió a recetar lo mismo, y otra vez aconsejó al enfermo que bebiera leche, mucha leche. Dos años le duró al individuo aquel padecimiento. Al cabo de ese tiempo falleció. El doctor puso en el certificado de defunción: "Gastropatología terminal". En el ataúd se veía consumido; tenía la piel de un gris verdoso, ceniciento. Con su muerte la esposa floreció. Fue otra. Volvió a su trabajo de maestra. Visitaba con frecuencia a su madre, a sus hermanas, a sus amigas. Antes casi no las veía, pues su marido no le daba permiso de salir. Los sábados iba con sus compañeras de la escuela al cine. Sus hijos se casaron; ella gozó la bienaventuranza de ser abuela, y vivió contenta y feliz hasta su muerte, muchos años después. En el ataúd se veía como dormida, con una sonrisa plácida en los labios. Los hijos vendieron algunas de sus cosas, pues no tenían dónde guardarlas. Los libros fueron a dar a una librería de viejo, y están ahora ahí, revueltos en un estante con otros de diversa procedencia. Entre esos libros está una "Vida de Napoleón Bonaparte" escrita por Ducruy. El que compre tal obra hallará una página donde se leen, subrayadas, estas palabras: "Algunos historiadores sostienen la tesis de que los ingleses mataron lentamente a Napoleón usando un veneno arsenical que su médico le administraba en pequeñas dosis cada día". FIN.