martes, 23 de junio de 2015

junio 23, 2015
Historias de reportero | Carlos Loret de Mola Álvarez

El pasado domingo 7 de junio el Instituto Nacional Electoral auspició un fraude electoral de magnitudes sin precedente.

Estas son sólo algunas irregularidades que personalmente detecté: casillas que no fueron instaladas donde el INE anunció, fallas en la página web del instituto que impedían localizar los centros de votación, falta de infraestructura y equipamiento en ellos, escasez de funcionarios de casilla, violación del secreto del voto y confusión en la boleta electoral.

Me refiero a la Consulta Infantil y Juvenil, organizada por el Instituto Nacional Electoral el mismo día de las elecciones federales, para contagiar el espíritu cívico a los menores de edad.

Soy papá de tres hijos. Me empeñé en que participaran en la Consulta. Escojo cuidadosamente el verbo: me empeñé. Porque para los niños (y sus papás, que nos encargamos de llevarlos), “votar” implicaba una travesía acaso comparable con el México donde reinaban el ratón loco, las operaciones tamal y carrusel, el fraude electoral.

Mis hijos no vivieron nada parecido a lo que yo hice minutos antes.


Yo consulté en una moderna aplicación descargable en mi teléfono, la dirección de mi casilla; no había fila, los funcionarios y representantes de todos los partidos fueron amables y profesionales: en un par de minutos me dieron las boletas, entré a la mampara, las taché y doblé, las deposité en las urnas transparentes colocadas en un sitio especial aislado del ajetreo, me devolvieron mi credencial perforada, me pintaron el dedo y nos agradecimos. Fue una delicia.

Y entonces empezó la odisea infantil. Como no estaban publicadas en internet las sedes de las casillas para niños, en las de adultos nos acercamos a preguntar a funcionarios del INE, quienes nos dieron cuatro opciones. De las cuatro, sólo una era correcta: en un centro comercial no sabían de qué les hablábamos, en otro nos dijo el empleado de seguridad que habían dicho que la instalarían pero “a la mera hora nunca llegaron”, en un parque no estaban y en el otro la encontramos con aspecto de puesto de tacos de canasta: una trémula sombrilla insertada en una mesita plástica redonda de metro y medio de diámetro, en la que se apretaban los niños contestando, las urnas con votos, los lápices, los colores, las boletas sin usar y dos funcionarios haciendo maravillas para salvar la tarde frente a una docena de chavitos muertos de ganas de jugar al elector.

Leí las preguntas de las boletas (eran tres, por rangos de edad). Versaban sobre la seguridad y la justicia. Varias de ellas eran francamente confusas: los niños preguntaban a sus papás y a los funcionarios qué contestar, y más de una mamá estaba enojadísima con el chafísima ejercicio.

Con tal desaseo, no sorprende que no se haya alcanzado la meta de juntar 4 millones de participantes, ni siquiera por la operación de acarreo que el INE hizo después: ante el fracaso de este ejercicio el día de las elecciones, llevaron después las boletas a escuelas para que más niños participaran.

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