martes, 5 de mayo de 2015

mayo 05, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


"Mamá llamó a la muerte", comentó una de las hijas. Preguntó el hijo mayor: "¿O la llamamos nosotros?". Yo digo que nadie necesita llamar a la muerte. Viene sola. Nos acompaña desde el día de nuestro nacimiento, y nos sigue siempre como una especie de ángel de la guarda vestido de negro. Yo varias veces he podido ver su sombra. Aquel día en que trepé de niño por la escalera de caracol que lleva al campanario de la catedral, y miré un cubo de luz. Pensé que había llegado arriba; me asomé por él, y era una claraboya que daba al vacío. Estuve a punto de caer desde 30 metros de alto. Habría muerto a los 10 años de edad. La otra vez fue cuando se me disparó un rifle de calibre .22 al golpear la culata con el suelo. Sentí junto a mi cabeza el roce de la bala. Habría muerto a los 13 años. Ahora veo esa sombra con mayor frecuencia, pero me parece amiga, y hasta siento el impulso de hacerle un guiño, saludarla con la mano o preguntarle: "¿Cuándo vienes?". Pero aquí no se trata de mí, sino de aquella señora que llamó a la muerte. Era viuda, vivía sola en la casa donde falleció su esposo. "Aquí me dejó él y aquí voy a seguir", dijo con firmeza a las hijas y los hijos cuando le propusieron que vendiera la casa y se fuera a vivir por turno un tiempo con cada uno de ellos. Esperaba que la visitaran de tiempo en tiempo -todos vivían fuera-, pero eso no sucedió. "El trabajo, mamá, tú sabes". O: "Los hijos, mamá, tú sabes". La llamaban por teléfono el Día de la Madre, o en Navidad -de su cumpleaños no se acordaban, o quizá ni siquiera sabían cuándo era-, y pare usted de contar. ¿Cuándo fue la última vez que los vio a todos juntos? Cuando el entierro de su marido. Y de eso hacía ya cinco años. Quizá la siguiente vez que se reunirían sería cuando muriera su madre, y, claro, ella no los vería ya. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Escribió en un papel los nombres de sus hijos: Adolfo, María Luisa, Hortensia, Ernesto, Francisco Javier. Era el tiempo en que los mensajes urgentes se enviaban por telégrafo, y a cada uno de ellos le puso un telegrama firmado por el hermano que le seguía en edad. El del mayor lo firmaba el hermano menor. Todos los telegramas tenían el mismo texto: "Mamá muy grave (punto). Ven inmediatamente (punto)". Luego, alegre por la amorosa travesura que se le había ocurrido, se puso a esperarlos. Llegaron todos el siguiente día. Pensó que aquella sería una ocasión feliz. Se equivocó también. Cuando los hijos la vieron buena y sana se enojaron. ¿Por qué los había engañado así? Todos tenían compromisos importantes que dejaron para venir. Habían hecho el gasto inútilmente. ¿Sabía ella lo que costaba el boleto del avión? ¿Y sus trabajos? ¿Y los niños? ¿Y sus maridos o mujeres? La cena, que ella había imaginado una reunión feliz llena de recuerdos bonitos y de risas, fue un ceñudo regaño sin palabras. Sintió que algo se le rompía por dentro, pero no dijo nada. Murió esa misma noche. Tendrán que perdonarme lo melodramático de lo sucedido, pero la vida suele ser a veces muy melodramática. Y la muerte más. Fue entonces cuando la hija, con tono de recriminación, dijo aquello de: "Mamá llamó a la muerte". Fue entonces cuando el hijo mayor preguntó, inquieto: "¿O la llamamos nosotros?". Por mi parte no sé. Lo más probable es que nadie la haya llamado. Vino solita. Supo que la fruta estaba ya en sazón y la cortó. De eso nadie tiene la culpa. Decimos siempre: "Así es la vida". Deberíamos también decir: "Así es la muerte". El caso es que a los hijos los sigue ahora, a más del tenaz ángel vestido de negro, otro ángel sombrío: el del remordimiento. No lo digo a modo de advertencia, para que los hijos visiten a sus mamás. ¿Quién soy yo para andar por ahí dando consejos? Además eso rebajaría este relato al nivel que dijo Borges, de lágrima o reproche (disculpen ustedes la comparación). Lo digo nada más para ilustrar un pensamiento que se me ocurrió hace días: si la vida es caprichosa, más caprichosa aún es su hermana la muerte. Y ni contra la vida ni contra la muerte podemos hacer nada, aparte del inocuo ejercicio de escribir sobre ellas. FIN.