domingo, 17 de mayo de 2015

mayo 17, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Recién casados. “¿Cuántas de ustedes engañaron a su marido?”. Eso les preguntó San Pedro a las 40 señoras que llegaron al mismo tiempo al Cielo después de pasar a mejor vida al volcar el autobús que las traía de regreso de Las Vegas. Todas levantaron la mano, menos una. Dictaminó el portero celestial: “Irán todas al purgatorio a expiar su culpa, menos ésta. Ella podrá quedarse aquí”. A coro protestaron las mujeres: “¿La dejarás entrar al Cielo sólo porque es completamente sorda?”. Aquel señor era tan viejo, pero tan viejo, que cuando dejaba escapar un aire le salía polvito por atrás. Una aspirante a actriz de Hollywood decía con enojo: “Dos años estudiando teatro y ¿de qué me ha servido? ¡Todavía no me he acostado con ningún productor!”. En la revisión del aeropuerto el personal de vigilancia halló en el maletín de un viajero algunos gramos de mariguana. Explicó el tipo: “Esa sustancia está clasificada como droga recreativa. Llevo conmigo la cantidad permitida por la ley para mi consumo personal”. Al señor que venía en seguida, maduro caballero, le encontraron una buena cantidad de Viagra. Declaró él tímidamente: “Es mi droga recreativa”. Babalucas fue al cine con un amigo. La película que se exhibía era porno, se llamaba “Colegialas calientes”. En la mismísima primera escena apareció un sujeto besando el cuerpo desnudo de una voluptuosa chica. Primeramente la besó en el cuello, luego en los hombros, después en el busto, a continuación en el ombligo y por último más al Sur. Comentó Babalucas, despectivo: “¡El pend... ni siquiera sabe dónde se besa a una mujer!”. Un individuo le comentó a su amigo: “Sospecho que mi mujer se está acostando con otros”. Preguntó el amigo: “¿Por qué piensas eso?”. Explicó el sujeto: “Cuando quiero tener sexo con ella debo hacer reservación”. Los recién casados llegaron al hotel donde pasarían la noche de bodas. A fin de dar tiempo a su flamante mujercita para que se dispusiera al himeneo el anheloso novio fue al lobby bar a tomarse una copa. Cuando regresó a la habitación ¿qué vio? A su dulcinea en los torosos brazos del botones que les había llevado el equipaje al cuarto. Creyó morir el desdichado joven al contemplar aquello, sobre todo porque en los zarandeos, agitaciones y meneos de su refocilación los ilícitos amantes le habían arrugado la piyama que su madrina de bautizo le había regalado para la ocasión, una de color azul con azulito. La había dejado sobre el lecho para ponérsela antes de quitársela, y ahora estaba toda arrugada. A la vista de ese espectáculo funesto el azorado joven quedó mudo, y además sin habla. Apenas acertó a decir: “Corvilia -así se llamaba la liviana esposa-: En los términos de la legislación civil el matrimonio es un contrato por el cual los esposos se obligan a la recíproca dación de sus cuerpos para efecto de la perpetuación de la especie, la sedación de la concupiscencia y la ayuda mutua. Por lo que hace a la ley divina el matrimonio es un sacramento que crea entre los casados indisolubles vínculos que sólo acaban con la muerte de uno de los cónyuges. ‘Matrimonium christianorum indissolubile est’. Por virtud de ese sacramento los esposos se deben fidelidad: ‘Conjuges graviter obligantur fidem mutuam servare’. Me sorprende, por tanto, ingratamente, que cuando apenas acabamos de casarnos estés faltando ya a la fe matrimonial”. Contestó la pecatriz: “De nuestra boda acá han pasado ya más de 10 horas. ¿Te parece poco?”. “Señor -intervino en ese punto el botones-. Es cierto que el tiempo se pasa volando, pero 10 horas son 10 horas. Una sola le bastó a Napoleón para...”. “Ahórrese esa digresión histórica -lo interrumpió Cucoldo, que tal era el nombre del engañado mancebo-. Reportaré su mal comportamiento a la gerencia del hotel, y exigiré que se me planche la piyama sin cargo extra. Más aún: Desde ahora le comunico a usted, para que lo haga del conocimiento de quien corresponda, que nunca regresaré a este hotel, donde ni siquiera hay cafetera en la habitación; no crea que no me fijé”. Se volvió en seguida hacia su descocada esposa y le preguntó, severo: “Y tú, desventurada, ¿cómo explicas tu irregular conducta?”. Respondió ella: “Ni me digas nada, Cucoldo. Tú me conoces bien, y sabes que soy algo coquetona”. FIN.