viernes, 15 de mayo de 2015

mayo 15, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Vocación y cariño. Yo soy fruto de la cultura del esfuerzo. Del esfuerzo de otros. Mis padres se esforzaron en llevarme por el buen camino, y muchos de mis maestros se dedicaron con empeño a la tarea de mostrarme cosas como la belleza, la justicia, la verdad y el bien. Quizá no aprendí -no aprehendí- cabalmente esos valores, pero al menos sé que ahí están. La señorita Petrita Rodríguez, adorable, me enseñó las primeras letras. (Aún no he pasado a las segundas). Por don Fermín González, mi maestro de cuarto año en el invicto y triunfante Colegio Zaragoza, lasallista, supe que para educar a alguien es necesario hacerse como él, sentir como él. Lloraba igual que niño cuando nos hablaba de su madre ausente, y en el recreo nos enseñaba a bailar el trompo y a echar capiruchos con nuestro balero. Del joven profesor -¡tan joven!- César González Carielo, con quien cursé el sexto año de primaria en la Escuela Anexa a la Normal, aprendí la alegría que hay en aprender. Era un maestro como los de “Corazón, diario de un niño”, cuyos cuentos mensuales nos leía. Para decirle sin palabras lo mucho que lo quería me aprendí de memoria la lista de los ríos de Europa, y se la recité, orgulloso, al terminar el curso: “Guadalquivir, Guadiana, Tajo, Duero, Ebro, Garona, Loira, Sena, Rhin”. Unos días después murió en un accidente de automóvil, tan joven ¡ay! tan joven. En la escuela secundaria tuve dos maestras extraordinarias: Doña Amelia Vitela viuda de García y doña Juanita Flores viuda de Teissier. De la señora Vitela aprendí los buenos frutos que la bondad rinde en la tarea de enseñar; por la señora Teissier supe que nada se consigue sin disciplina y orden. Al paso de los años siguió siendo mi maestra: En días de fortuna, cuando me sonreía el éxito, me llamaba por teléfono y me decía: “No olvide que esto también pasará”; en días dolorosos, cuando me atenazaban los quebrantos de la vida, me llamaba por teléfono y me decía: “No olvide que esto también pasará”. Guillermo Meléndez Mata fue mi maestro de Literatura en el bachillerato del glorioso Ateneo Fuente. Ni siquiera tenía el título de profesor: Había sido vendedor de libros, reportero de periódicos, agente viajero, boxeador. Pero amaba la lectura, y nos trasmitió ese amor. En la preparatoria nocturna -cursé dos bachilleratos al mismo tiempo, de día uno, por la noche el otro- la inolvidable maestra Julia Martínez, que tenía casi la misma edad de sus alumnos, nos reveló a los clásicos de nuestra lengua. No buscaba darnos conocimientos -nombres y fechas olvidables-; procuraba contagiarnos su entusiasmo. Por ella leí, en la benemérita Colección Austral, a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. Me dio a ver que los libros son la mejor escuela. En la de Leyes de Saltillo tuve como maestro a un patriarca venerable: Don Francisco García Cárdenas. Cuando paso frente a su efigie de bronce en el plantel debo resistir el impulso de persignarme ante ella, porque don Pancho fue un santo laico que poseyó el bien de la sabiduría y la sabiduría del bien. Otros muchos profesores hubo que me enseñaron cosas buenas. Les guardo cariño y gratitud, y compadezco de todo corazón a quienes no tuvieron maestras y maestros como los que tuve yo. Hay quienes son profesores por dos razones solas: El día 15 y el día último. No tienen la vocación de enseñar, es decir de dar, de darse. Son ganapanes. Ser maestro es un hermoso privilegio. Con tu palabra, y sobre todo con tu ejemplo, puedes tocar muchas vidas y dejar en ellas algo de la tuya. Si logras que tus alumnos te recuerden con agradecimiento habrás conseguido una muy bella forma de inmortalidad. Para eso hay que poner en la tarea alegría y amor. El maestro que reprueba a sus alumnos por sistema, para darse importancia, se reprueba a sí mismo y se hace odiar. El complaciente, el desidioso, el que exige poco a aquellos que están dispuestos a dar mucho, se gana el desdén y luego el olvido de sus estudiantes. Yo fui maestro durante 40 años. Me gustaría seguir siéndolo. Ya que me lo impiden la vida y el reglamento de jubilaciones quise hoy decirles a los maestros de ayer: “¡Gracias!”, y a los de hoy: “¡Felicidades!”. FIN.