jueves, 23 de abril de 2015

abril 23, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre 


De espaldas. El cuento que descorre hoy el telón de esta columnejilla contiene la palabra “nalgas”. Reconozco que en vez de ese vocablo pude usar un eufemismo: glúteos, ancas, grupa –en uno de sus poemas  Ramón López Velarde alude a “la grupa bisiesta”-, antifonario, asentaderas, cachas, posaderas, tafanario o traspuntín, cuando no la cursi y chabacana palabreja “pompis”. Pero ninguno de esos vocablos tiene la potencia de aquel que dije: “nalgas”, razón por la cual lo uso. Igual que los seres y las cosas cada palabra tiene su lugar en el universo. Además el narrador de chistes debe cuidar que el punch line de los suyos, o sea su remate, posea en verdad punch, si me es permitido el uso de tales anglicismos. Para eso le será útil le lectura del gran cuentista O. Henry, maestro de los finales inesperados. Pero veo que me estoy alargando en la presentación del cuento. Voy él… Una compañía de teatro itinerante llegó a un pequeño pueblo. Iba a representar una alta comedia –así decía el programa- llamada “Astolfo y Analisa” o “Amor más allá de la muerte”, obra del propio director del grupo. En la función de estreno la carpa se llenó de un público silvestre que nunca había asistido a una representación teatral. El primer acto transcurrió sin contratiempos; la gente seguía con interés el desarrollo de la trama. Pero llegó la escena culminante del poderoso drama. Astolfo, ardiente galán, le reclama con vehemencia a Analisa, doncella pudorosa, su falta de pasión. Ella, desesperada al oír aquel reproche de su amado, profiere con clamoroso acento: “¡Astolfo! ¡Te he dado mi vida! ¡Te he dado mi amor! ¡Te he dado mi corazón! ¿Qué más quieres que te dé?”. Desde el fondo de la carpa se oyó el grito de un pelado: “¡Dile que te dé las nalgas!”. Una estruendosa carcajada selló aquella incivil procacidad, a la que siguieron gritos chocarreros y festivas palmas. La representación se interrumpió. La damita joven se echó a llorar desconsoladamente; el galán esgrimía, iracundo, el puño contra el majadero; entre bambalinas doña Sara Bernárdez, actriz de carácter, le reclamaba al director del grupo haberlos llevado a esa “aldea de hotentotes”. El jefe de la compañía tuvo que salir a escena a suplicar al culto y exigente público que se abstuviera de hacer demostraciones ofensivas, por respeto a los actores y gentiles actricitas que lo habían dejado todo: fortuna, hogar, familia, para llevar a esa hermosa ciudad un mensaje de cultura y civilización. A duras penas la función pudo seguir hasta su desairado final. A la mañana siguiente el director se apersonó ante el alcalde del lugar, un hirsuto señor de nombre don Mercurio. Le contó lo que había sucedido el día anterior y le pidió que hiciera algo para evitar que en la representación  de esa noche volviera a acontecer lo mismo. El munícipe le prometió que por sus propios pies iría a la función, y que él mismo se encargaría de imponer respeto. En efecto, esa noche el edil llegó a la carpa y ocupó con su frondosa cónyuge sendos asientos de primera fila. Empezó la función. Por la presencia de la primera autoridad del pueblo la gente guardaba un silencio respetuoso. Llegó la escena culminante. Con emotivo acento le dijo Analisa a su enamorado: “¡Astolfo! ¡Te he dado mi vida! ¡Te he dado mi amor! ¡Te he dado mi corazón! ¿Qué más quieres que te dé?”. Se puso en pie el alcalde, se volvió hacia el público, y al tiempo que esgrimía una pistola gritó con voz de trueno: “¡El que diga que le dé las nalgas se las va a ver conmigo!”… Igual debería decir el Instituto Nacional Electoral: “El que viole la ley se las va a ver conmigo”. No lo dice por la sencilla razón de que ya no es un organismo de los ciudadanos, sino de los partidos. El mal llamado Verde Ecologista viola cínicamente, cotidianamente, la ley electoral, y el organismo encargado de hacerla cumplir no le impone el castigo previsto por la legislación de la materia, o sea la pérdida de su registro, y ni siquiera le hace una advertencia en tal sentido. Sólo le aplica moderadas multas que ese indecente grupo paga riéndose, como si con eso comprara un permiso para cometer la siguiente ilegalidad. El Instituto de marras se ha convertido ya en la carabina de Ambrosio, dicho sea con el perdón de Ambrosio… FIN.