miércoles, 18 de febrero de 2015

febrero 18, 2015
EL VATICANO / ROMA, 18 de febrero.- Papa Francisco hizo suya la petición de paz que habían lanzado los obispos de Ucrania durante la visita «ad limina apostolorum», durante la Audiencia general en la Plaza San Pedro. Además, hizo un fuerte llamado a la paz en el Maghreb y en Medio Oriente, y volvió a recordar a los coptos egipcios asesinados por los yihadistas en Libia, «por el simple hecho de ser cristianos». Indicó que espera que la comunidad internacional encuentre «soluciones pacíficas» en Libia y, al proseguir el ciclo de catequesis dedicado a la familia, el Pontífice argentino reflexionó sobre el tema de la «fraternidad».

El Papa en la ceremonia de imposición de la ceniza.

En la Audiencia General, el Papa habló sobre la experiencia de la fraternidad:  “Tener a un hermano, una hermana que te quiere es una experiencia fuerte, impagable, insustituible”, remarcó y recordó que los cristianos “van al encuentro de los pobres y débiles no para obedecer un programa ideológico, sino porque la palabra y el ejemplo del Señor nos dice que todos somos hermanos”.


Después de hablar sobre la madre, el padre y los hijos, el Pontífice aprovechó para explicar la importancia que tienen los hermanos en la familia y en la sociedad. “'Hermano' y 'hermana' son palabras que el cristianismo ama mucho” y “gracias a la experiencia familiar, son palabras que todas las cultura y todas las épocas entienden”, afirmó.

Al final de la audiencia, el Papa definió a los fieles eslovacos «buenos defensores de la familia», después de un reciente referéndum, que no alcanzó el quórum necesario y que había sido fuertemente apoyado por la Iglesia local. Hoy, Miércoles de Ceniza, el Papa fue a la Basílica de San Anselmo en el Aventino, a las 16:30 hrs., para la «statio» cuaresmal y la procesión penitencial hasta la Basílica de Santa Sabina, en donde presidió la Misa con el rito de la imposición de las cenizas.

Homilía del Papa Francisco

Como Pueblo de Dios emprendemos el camino de la Cuaresma, tiempo en el que intentamos unirnos más estrechamente al Señor para compartir el misterio de su pasión y de su resurrección.

La liturgia de hoy nos propone, ante todo, el pasaje del profeta Joel, enviado por Dios a llamar al pueblo a la penitencia y a la conversión, debido a una calamidad (una plaga de langosta) que devasta Judea.  Sólo el Señor puede salvar de la plaga, y hay que invocarlo, por lo tanto, con oraciones y ayunos, confesando el propio pecado. El Profeta insiste en la conversión interior: «Convertíos a mí de todo corazón» (2, 12).

Convertirse al Señor «de todo corazón» significa emprender el camino de una conversión no superficial ni transitoria, sino un itinerario espiritual que atañe al lugar más íntimo de nuestra persona. Y es que el corazón es la sede de nuestros sentimientos, el centro en el que maduran nuestras decisiones, nuestras actitudes. Ese «convertíos a mí de todo corazón» no implica tan solo a los individuos, sino que  se hace extensivo a toda la comunidad; es un llamamiento dirigido a todos: «Reunid a la gente, santificad a la comunidad, llamad a los ancianos; congregad a los muchachos y a los niños de pecho; salga el esposo de la alcoba y la esposa del tálamo» (v. 16).

El Profeta insiste particularmente en la oración de los sacerdotes, mostrando que  debe ir acompañada de lágrimas. Nos vendrá bien a todos –pero especialmente a nosotros, los sacerdotes–, al principio de esta Cuaresma, pedir el don de las lágrimas, de manera que nuestra oración y nuestro camino de conversión sean cada vez más auténticos y sin hipocresía. Nos vendrá bien preguntarnos: «¿Lloro yo? ¿Llora el Papa? ¿Lloran los cardenales? ¿Lloran los obispos? ¿Lloran los consagrados? ¿Lloran los sacerdotes? ¿Está presente el llanto en nuestras oraciones?».

Y este es precisamente el mensaje del Evangelio de hoy. En el pasaje de Mateo, Jesús reinterpreta las tres obras de piedad   que contiene la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno. Y distingue el hecho exterior del hecho interior, de ese llanto del corazón. Con el paso del tiempo, esas prescripciones habían quedado carcomidas por la herrumbre del formalismo exterior, cuando no se habían convertido en un signo de superioridad social. Jesús pone de relieve una tentación común a estas tres obras, que puede sintetizarse precisamente en la hipocresía (a la que nombra tres veces): «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos […]. Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas […]. Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie […] para que los vean los hombres. […] Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6, 1.2.5.16). Sabéis, hermanos, que los hipócritas no saben llorar, han olvidado cómo se llora, no piden el don de las lágrimas.

Cuando hacemos algo bueno, casi instintivamente nace en nosotros el deseo de ser estimados y admirados por esa buena acción, para obtener una satisfacción por ello. Jesús nos invita a realizar estas obras sin ninguna ostentación, y a confiar únicamente en la recompensa del Padre, «que ve en lo secreto» (Mt 6, 4.6.18).

Queridos hermanos y hermanas: El Señor no se cansa jamás de tener misericordia de nosotros, y quiere ofrecernos una vez más su perdón –todos lo necesitamos­–, invitándonos a convertirnos a él con un corazón nuevo, purificado del mal, purificado por las lágrimas, para participar en su alegría. ¿Cómo recibir esta invitación? Nos lo sugiere San Pablo: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Cor 5, 20). Este esfuerzo de conversión no es tan solo una obra humana: es dejarse reconciliar. La reconciliación entre Dios y nosotros es posible gracias a la misericordia del Padre, que, por amor a nosotros, no dudó en sacrificar a su Hijo unigénito. En efecto, Cristo, que era justo y sin pecado, en favor nuestro fue hecho pecado (v. 21) cuando, en la cruz, cargó con nuestros pecados, y así nos rescató y justificó ante Dios. «En él» podemos volvernos justos; en él podemos cambiar, si  acogemos la gracia de Dios y no dejamos que pase en vano este «tiempo favorable» (6, 2). Por favor: detengámonos; detengámonos un poco y dejémonos reconciliar con Dios.

Conscientes de ello, iniciamos confiados y alegres el itinerario cuaresmal. Que María, Madre Inmaculada, sin pecado, apoye nuestro combate espiritual contra el pecado y nos acompañe durante este tiempo favorable, para que podamos llegar a cantar juntos la exultación de la victoria en el día de Pascua. Y, como signo de nuestra  voluntad de dejarnos reconciliar con Dios, además de las lágrimas que verteremos «en lo secreto», en público realizaremos el gesto de la imposición de la ceniza en la cabeza. El celebrante pronuncia estas palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gen 3, 19), o bien repite la exhortación de Jesús: «Convertíos  y creed en el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Ambas fórmulas constituyen un recordatorio de la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores siempre necesitados de penitencia y de conversión. ¡Cuán importante es escuchar y acoger semejante recordatorio en este tiempo nuestro! Entonces, la invitación a la conversión es un impulso a volver, como lo  hizo el hijo de la parábola, a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso; a llorar en ese abrazo, a confiar en él y a encomendarse a él. (Original italiano de la homilía, procedente del archivo informático de la Santa Sede;  traducción de ECCLESIA / ACI / EWTN Noticias / Vatican Insider)