lunes, 2 de febrero de 2015

febrero 02, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre

La recién casada le informó a su maridito: "Vino a buscarte tu amigo Pitongo". "¡Ah! -se alarmó el muchacho-. Ten cuidado con él. Es tan guapo y tiene tanta labia que las mujeres terminan siempre por rogarle que les haga el amor". Declaró muy orgullosa la recién casada: "Yo no tuve que rogarle"... Picio era más feo que el pecado. Que un pecado feo, digo, porque hay pecados muy bonitos. Cierto día fue al zoológico. Cuando pasó frente a la jaula del chimpancé éste le gritó: "¡Hey tú! ¡Preséntame a tu abogado, a ver si me saca a mí también!"... Diferencia entre los primeros años de matrimonio y los que siguen. Primero: "¡No vayas a acabar!". Después: "¿No has acabado?"... Una señora le contó a su amiga: "No consumo ningún alimento que tenga colorantes, aditivos, saborizantes artificiales o sustancias preservativas". Le preguntó la amiga: "Y ¿cómo te sientes?". Respondió la señora: "Hambrienta"... Don Añilio, señor de edad madura, les decía a sus nietos que leía únicamente libros de historia. Cierto día uno de los muchachos lo sorprendió leyendo ávidamente un volumen de sugestivo título: "Tres en la cama". Se trataba evidentemente de una obra pornográfica. "¡Abuelo! -exclamó asombrado-. ¿No nos has dicho que solamente lees libros de historia?". "Y es cierto -repuso el veterano-. Para mí eso del sexo ya es historia antigua".


Me preocupa la forma en que el Ejército ha sido tratado por el Gobierno últimamente. Espero que la decisión de permitir la entrada a sus cuarteles a los padres de los jóvenes de Ayotzinapa haya sido tomada en acuerdo con la secretaría de la Defensa y los mandos militares correspondientes. El Ejército merece el mayor respeto y la consideración mayor. Su participación en la lucha contra el crimen le ha ganado el reconocimiento de la gente. Su institucionalidad está fuera de duda. Aunque su jefe nato es el Presidente de la República las fuerzas armadas no deben estar sujetas a los vaivenes políticos que imponen las coyunturas del momento. Tenga cuidado entonces la administración con la forma en que trata al Ejército. A pesar de algunos excesos y desvíos cometidos por malos elementos el instituto armado se ha mantenido siempre dentro del cauce de la ley y el respeto al orden jurídico. Debe obtener, correspondientemente, el respeto absoluto de la autoridad civil. Ninguna forma de presión ha de hacer que se vulnere la integridad de esa institución que en muchas formas sirve y beneficia a la comunidad nacional. Con lo anteriormente dicho queda cumplida por hoy la modesta misión que me he impuesto, de orientar a la República. Puedo por tanto dar salida a algunos cuentecillos que aligeren la gravedumbre de esa admonición. Don Languidio Pitocáido, senescente caballero, sufría un grave caso de disfunción eréctil. Ninguno de los medicamentos que su doctor le prescribió surtió el menor efecto. Su esposa, entonces, compró una cama de agua. Dijo: "Para ver si así sube la marea". Tampoco eso dio buen resultado. ¡Pobre señor Pitocáido! Con sólo algunas gotas de las miríficas aguas de Saltillo habría solucionado su problema, pero seguramente desconocía la existencia de esas maravillosas linfas, capaces de convertir al más laso de los hombres en potente y rijoso semental. Sucedió que don Languidio oyó hablar de cierto curandero que en un remoto sitio del país ejercía sus facultades taumatúrgicas. Haciendo considerable sacrificio -el pasaje del autobús le salió bastante caro, aunque pidió tarifa de adulto mayor- el desdichado fue con el famoso ensalmador y le expuso su problema. El hombre, después de hacer que don Languidio le pagara "por Adela" -usó ese vulgarismo que significa "por adelantado"-, lo sometió a un tratamiento hipnótico, terminado el cual le dijo: "Ya está usted curado". Dirigió don Languidio una mirada a su entrepierna y creyó morir de dicha: su parte de varón estaba en actitud gloriosa, como en los años de la juventud. "Así la llevará permanentemente -le anunció el curandero-. Pero cuide que nadie silbe jamás cerca de usted, pues eso le abajará la susodicha parte, que ya nunca podrá elevarse nuevamente". Llegó a su casa el señor Pitocáido y se mostró, orgulloso ante su esposa, al natural. Lo vio ella y lanzó un silbido de admiración: "¡Fiu fiu!". Y aquí termina esta tristísima historia... FIN.