martes, 27 de enero de 2015

enero 27, 2015
Pero llegamos a otro nivel, donde la profesión se denigra, donde el profesionalismo no importa y mucho menos la verdad. Donde la mentira es una forma de vida. Donde el desprestigio es lo de menos, donde las apariencias engañan y lo que importa es el dinero.

Miguel A. Sangineto

Los periodistas somos ese tipo de gente, que le gusta hablar de los demás, pero que no le gusta que hablen de ellos. Somos los primeros en exigir la autocrítica, pero nos hacemos los distraídos para hacer la nuestra.


Lo cierto es que nosotros, - los periodistas- no todos, “algunos” nada más, somos buenos para vender historias, creíbles o no creíbles, pero que vendemos a un público que está cansado de que le vean la cara. 

Dentro del periodismo hay muchos niveles, y éstos son algunos:

Está el periodista de alma, el que le brota tinta por las venas, al que no le importa si le pagan el taxi o no para cubrir una nota, pero sabe que tiene que ir porque su compromiso es con la gente.

El periodista de vocación, el que soñó toda su vida con ser periodista y le da gracias a Dios por hacer lo que le gusta y que todavía le paguen.

El periodista por accidente, el que tiene carisma, el de carita mata profesión, que no tiene compromiso social, y lo único que le interesa es que lo reconozcan.

Pero llegamos a otro nivel, donde la profesión se denigra, donde el profesionalismo no importa y mucho menos la verdad. Donde la mentira es una forma de vida. Donde el desprestigio es lo de menos, las apariencias engañan y lo que importa es el dinero.

El de los periodistas corruptos y mordelones. Más conocidos como “chayoteros”, los que venden su pluma por dos pesos, y son capaces de vender mentiras de la forma más creíble, si les pagan más. No tienen escrúpulos, ni códigos, ni moral. Son entes que caminan por los despachos pidiendo el hueso, y vendiendo historias, que algunos compran y que otros quieren vender. Son esos que cuando escriben del pronóstico del tiempo, y dicen que el día va a estar despejado y con sol, es conveniente llevar el paraguas.

Pero existe un nivel más bajo, el de los Mercenarios.

Los mercenarios tienen todos los atributos de los chayoteros, pero se mimetizan entre la gente, son difíciles de identificar, pero fáciles de descubrir. Son obsecuentes por naturaleza. Ellos no recorren despachos, están a otro nivel. Aman el dinero, pero también el poder. No tienen oficina, ni despacho. Atienden en el café. Cuentan, a sus potenciales clientes, historias de poder. 

De cómo ponen y sacan a políticos. De lo consentidos que están por el poder, de que suben y bajan a quienes quieren, y que la canción “El Rey”, de José Alfredo, les queda como anillo al dedo, porque…”su palabra es la ley”.

En realidad son pobres idiotas creídos, que como loros parlanchines repiten lo que otro les dice. Que si alguien habla de ellos, con nombre y apellido, enseguida salen al ruedo a defender su prestigio y dignidad. Dos palabras de las cuales no saben ni el significado.

Si la mentira ha sido una forma de vida para algunos periodistas, y la autocensura una forma de pasar desapercibido para otros, y así conservar su chamba en un año de elecciones, ni le cuento.

Gracias a Dios, todavía hay muchos periodistas que dignifican a esta profesión. Muchos jóvenes que eligen ser periodistas porque quieren contribuir con su país, su estado y su ciudad. Que persiguen la verdad, aunque esa verdad tenga un costo.

Los que bastardean nuestra profesión y se hacen llamar periodistas no hacen más que deshonrar la memoria de aquellos compañeros asesinados por decir la verdad. 

Con estas líneas no quiero ofender a nadie, pero: “a quien le quepa el sayo, que se lo ponga”.* 

* “A quien le quepa el sayo, que se lo ponga” dice un viejo proverbio surgido de lo popular. La expresión se refiere a que, si alguien se siente aludido en algo, no debe tratar de culpar a nadie, sino que antes debe ubicar en su propia persona esas culpas.