martes, 27 de enero de 2015

enero 27, 2015
Carlos Loret de Mola Álvarez  | 27-I-15

Enrique Peña Nieto entra con el traje bien planchado y la corbata roja. Aspecto impecable, como siempre, tratando de combatir la creencia pública de que es un presidente vapuleado. Algunos aplauden, otros gritan consignas. Devuelve discretamente los saludos hacia ambos lados del corto pasillo que lo lleva hasta su lugar: abajo del estrado, al centro, en una austera mesa individual, solos él y su abogado.

En la tribuna principal están legisladores famosos de todos los partidos. Algunas caras amigas. Otras no. Es la Comisión de diputados y senadores que revisa las operaciones de compra de sus casas. Están ahí para interrogarlo. Unos quieren ridiculizarlo hasta la renuncia, pero no pueden ser tan obvios. Otros lo defenderán a morir, pero tratarán de no exhibirse en el intento. Alguno intentará llegar a la verdad. No es un banquillo, pero como si lo fuera. Y el Presidente de México está sentado. De ese tamaño el atractivo.

Fin de la escena.


El caso de las residencias del Presidente compradas a empresarios que fueron, son y quizá seguirán siendo contratistas de sus gobiernos no se resolverá con comunicados ni declaraciones argumentando que no hay nada ilegal.

El asunto va más allá: la sociedad exige que ese tipo de cosas —amparadas o no en la ley— ya no sucedan. Por ello el cuestionamiento de conflicto de interés, si no es que de actos de corrupción que tiene atorado al Presidente, quien luce hoy como un “pato cojo” (lame duck), término usado en Estados Unidos para describir al mandatario en la recta final de su gestión, cuando ha perdido influencia. El asunto es que el presidente mexicano apenas lleva un tercio de su administración.

Desde luego que en el plano legal es deseable una indagatoria que revise todos los detalles del caso y dictamine si hubo acciones ilícitas. Pero ya sabemos cuánto tarda eso.

Antes, hace falta también generar en el público la sensación de que hay consecuencias ante actos inaceptables. Algo debe alimentar la esperanza de que en México no todo sigue igual. Quizá con un acto político audaz —como una comparecencia ante el Congreso— el gobierno pueda salir de la parálisis y sacudirse la pérdida de confianza. Un Congreso que cuestione. Un Ejecutivo que debata. Sí, un show. Pero un show con profundidad de sismo político. Sería inédito, pero de ese tamaño es el problema.

Se puede argumentar que los legisladores padecen del mismo mal, pero no es un asunto de autoridad moral personal, sino de funcionamiento de las instituciones. En las democracias avanzadas, el Congreso —con todo y su carga partidista, con todo y sus escándalos propios, cada uno con sus formatos— airea la vida pública del país.

El Presidente compareciendo ante quienes por ley son representantes de todos los mexicanos sería una forma institucional y republicana de rendir cuentas y ajustar saldos políticos. Y no este triste juego donde unos piden la guillotina, otros se tapan los ojos y el acusado dice que no entiende qué hizo mal.

SACIAMORBOS. Como no pudo desmentir lo publicado, organizó una campaña sucia en redes sociales. Cree que esconde la mano. Las huellas llevan hasta su estado.

carlosloret@yahoo.com.mx