domingo, 25 de enero de 2015

enero 25, 2015
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Don Frustracio, el desdichado esposo de doña Frigidia, le contó a su compadre Pitorrón las penas que sufría a causa de la indiferencia sexual de su mujer. Casi nunca, le dijo, accedía a sus demandas amorosas. La última vez que lo admitió en su cama fue en ocasión del estreno de la película que trata del hundimiento del Titanic. No la de Leonardo DiCaprio: la de Clifton Webb. “Haz lo que yo -le sugirió el compadre-. Cuando tengo ganas de sexo entro en la recámara con paso firme, doy dos fuertes palmadas y le digo a mi esposa: ‘¡Ahí te voy!’. Al ver mi determinación ella no se resiste a mi erótico deseo, sea cual fuere la hora en que lo manifiesto”. Don Frustracio agradeció el consejo, y se dispuso a ponerlo en práctica. Llamó por teléfono a  doña Frigidia y le dijo que llegaría tarde, pues tenía mucho trabajo en la oficina. Entretuvo las horas en el bar que solía frecuentar, y practicó las dos fuertes palmadas que iba a dar al entrar en la recámara. Eso llamó mucho la atención tanto del cantinero como de los parroquianos, pues conocían bien a don Frustracio y sabían que era hombre de natural pacífico. Cuando sonaron las 11 de la noche pagó su cuenta y se encaminó a su casa. Al entrar con paso firme en la alcoba su esposa ya roncaba. Dio don Frustracio las dos fuertes palmadas y luego anunció, enérgico: “¡Ahí te voy!”. Doña Frigidia, adormilada, respondió: “Venga de ahí, compadre. Pero apúrese, porque seguramente no tardará en llegar aquél”. Chang y Eng eran hermanos siameses. Chang le dijo a su psiquiatra: “Algo me pasa, doctor. Me siento muy poco apegado a mi hermano”. Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra. No sólo venía cansado, venía también mohíno, pues su perro Snot, en vez de perseguir a la presa, como los demás, se dedicó a oliscar con sospechosa intención el trasero de los otros canes, lo cual provocó la risa de los asistentes a la jornada venatoria. A su regreso milord  llevaba la ilusión de superar aquel bochorno con la tibieza de un buen baño de burbujas. No pudo cumplir ese deseo: se encontró con que la tina estaba ocupada por su mujer, lady Loosebloomers, y por Wellh Ung, el toroso muchacho pelirrojo encargado de la cría de los faisanes. “¿Qué significa esto?” -preguntó lord Feebledick en la mejor tradición de los chistes de adulterio. Con otra pregunta respondió lady Loosebloomers: “¿Te vas a enojar porque estamos tratando de ahorrar agua? Bañándonos juntos economizamos más del 50 por ciento del líquido vital”. Opuso lord Feebledick: “Lo que haces está mal. Te he dicho muchas veces que la servidumbre de campo no debe ser admitida en las habitaciones de la casa. Estás echando a perder al personal”. Lady Loosebloomers profesaba un vago socialismo, fruto de sus lecturas de mister Bernard Shaw. Así, contestó en tono doctoral: “Nunca está por demás practicar un poco de igualitarismo. Los tiempos lo reclaman, y la clase trabajadora está dando muestras de inquietud”. Intervino en ese punto Wellh Ung: “Es cierto lo que dice milady, señor. Precisamente iba yo a buscarlo la próxima semana a fin de pedirle un aumento de sueldo. Me perdonará usted si aprovecho esta ocasión para solicitárselo”. Respondió lord Feebledick: “Tendré que considerar atentamente su demanda, jovencito. Como sabe las cosas en el Imperio no andan bien. Hay rumores de rebelión en la India, y ya conoce usted la agitación que hoy por hoy priva en Irlanda. Me temo que por el momento me es imposible obsequiar su petición”. “Pero, mi lord -adujo el muchacho-. Creo que le he servido bien”. “Y a mí también” -declaró lady Loosebloomers. “Ya ofrecí que consideraré el asunto -repuso el caballero-. No me gustan las decisiones apresuradas”. “Y otra cosa, milord -añadió el de los faisanes-. ¿No podría usted instalar aquí un jacuzzi, en vez de tener nada más tina de baño? Están de moda, y son tranquilizantes”. Se atufó el caballero. Replicó: “¿Y no quiere también un espejo en el techo de la alcoba?”. Milady se alegró: “¡Qué buena idea, Feebledick! ¡Cómo no se me había ocurrido antes!”. El marido ya no dijo más. Salió muy digno de la habitación -no hay que perder jamás la compostura; conservarla es signo de superioridad-, y le pidió al chofer que lo llevara al club para bañarse ahí. Iba pensando que al hacerlo dejaría correr el agua. Así se vengaría de quienes en su casa la estaban economizando. FIN.