Ariel González Jiménez / Analecta de las horas / Milenio
Hace casi veinte años, en una entrevista para la televisión española, Gabriel García Márquez respondió una pregunta incómoda con una respuesta bastante cómoda. La conductora le cuestionó si le había molestado que el “pope” (así lo definió la periodista) de la crítica literaria, Harold Bloom, no lo hubiera incluido en su lista de los 100 mejores escritores del siglo. El escritor le dijo: “Al punto de que ni cuenta me había dado”.
Tiempo después, Bloom tampoco lo incluyó en su célebre Genios, obra en la que sí figuran Octavio Paz y Jorge Luis Borges, pero eso de seguro tampoco le preocupó porque, como confesó en la misma entrevista que cito, él ya no leía a los críticos y había aprendido que algunos juicios duelen al comienzo, tal vez unos días, pero “siempre se olvidan”. Ya era Premio Nobel, ya era traducido a decenas de lenguas y universalmente conocido como Gabo, el hipocorístico más simple, familiar y cercano que un autor haya tenido jamás (por lo menos en nuestras latitudes) entre sus lectores.