martes, 16 de diciembre de 2014

diciembre 16, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


Equivocados están los pobrecitos hombres que suponen que ellos escogieron a su esposa. La verdad es que la mujer escoge marido sin que el inocente varón se dé cuenta. Se siente conquistador cuando en verdad es conquistado. Explicaré esa contundente afirmación. Los caminos de Dios son inescrutables, cierto, pero tampoco los caminos de los hombres son fáciles de predecir. Los míos están llenos de sorpresas, tantas que he terminado por aprender a ya no sorprenderme. Casi nunca estoy aquí; casi siempre estoy allá o acullá. No hace mucho tiempo mis andanzas me llevaron a conocer a los ñañús -antiguos otomíes- de Hidalgo, y hace muy poco, en Sonora, por el rumbo de Caborca, conocí a los pápagos. Los pápagos son un amable pueblo, e inteligente, pues tiene siempre la risa a flor de labio, según lo pude comprobar. Hay pápagos mexicanos y pápagos norteamericanos, y los dos pasan de un lado a otro de la frontera como Pedro por su casa. Pápagos puros quedan ya muy pocos, según me fue explicado, pero hay muchos que a pesar de ser mestizos se sienten pápagos por ese oscuro llamado con que la sangre llama. Este pueblo posee un rico vocabulario lleno de voces esdrújulas sonoras: “táguaro”, una danza; “riárica”, el dinero; “cónari”, un jefe; “péchica”, el mezquite... Sus costumbres siempre fueron únicas, distintas de las de los otros pueblos indios que llenaban las desérticas planicies de Sonora y Arizona. Entre sus usos había uno muy interesante: el mutilli. Cuando una jovencita llegaba a la edad núbil -once o doce años, a lo sumo- se le consideraba ya lista para el matrimonio y los deberes de la maternidad. Su madre daba aviso al cónari de que la niña no era niña ya, sino mujer. Había que buscarle marido a fin de que contribuyera, con su cuota de hijos, a hacer más numerosa la población de pápagos, y más fuerte, por tanto, frente a sus enemigos. El cónari, entonces, anunciaba la celebración de un mutilli. De todas partes llegaban jóvenes casaderos, y se les permitía visitar a la muchacha. Se presentaba ella ataviada con las lucientes galas con que se ornaban las mujeres de la tribu: falda y blusa de colores chillantes; zarcillos, collares y ajorcas de oro puro, abundante en las montañas y arroyos comarcanos; flores de biznaga y digital en los brunos cabellos relucientes; las mejillas pintadas con el almagre del desierto. De esas visitas resultaba un número variable de pretendientes, según la belleza de la muchacha y -sobre todo- la riqueza de su padre. Podía no surgir ningún posible esposo, en cuyo caso se cancelaba discretamente el mutilli por causas que el cónari inventaba para no herir la sensibilidad de la muchacha y su familia: súbito peligro de guerra; inesperado paso de venados que había que ir a cazar. Pero tal evento era rarísimo, pues nunca falta -lo dice el sapientísimo refrán- un roto para un descosido. Había siempre un viudo o un dejado en busca de nueva esposa, o algún hombre feo y sin recursos que sabía que sólo en brazos de una feíta pobre alcanzaría la felicidad. Pero la regla general es que a cada muchacha le salieran varios pretendientes. Y si ellos habían examinado a la muchacha ella también había examinado ya a los galanes. Aparentemente mantuvo siempre la mirada baja, pero no: de sololayo -como dijo alguien por decir “de soslayo”- los había visto bien a todos, y había escogido ya al que le gustó más. Ése sería su marido. Equivocados estaban los pápagos que suponían que ellos habían escogido a su mujer: ella había escogido a su compañero. Seguía entonces el mutilli. La muchacha se iba al monte y se escondía entre las peñas y breñales. El cónari o jefe daba la señal, y los galanes salían a buscarla. El que la encontrara la haría su esposa. Sólo que ella, que por más niña que fuera era ya mujer, se las ingeniaba siempre para que la encontrara el escogido. Aunque los demás tuvieran ojos de lince y éste los tuviera de topo, el elegido acababa invariablemente por encontrar a la que lo había encontrado ya. No escogía él: la mujer lo escogía. Lo mismo sucede entre nosotros. La plaza de almas es la misma en todas partes. FIN.