martes, 2 de diciembre de 2014

diciembre 02, 2014
Carlos Loret de Mola Álvarez/ 2-II-14

Para Florinda Meza, Roberto Gómez Fernández y familia

A media entrevista, como si las dolencias y las enfermedades se le olvidaran de golpe, don Roberto Gómez Bolaños se levantó de su silla cuando rodó hasta sus pies la sorpresa que le llevamos: el barril original, de madera oscura reforzada, que era la vivienda del Chavo del Ocho.

Agarró con sus dos manos el filo del cilindro y por un momento pensé –y él también– que se metería a sus 76 años de edad, doce después de haber interpretado al personaje por última vez: “a lo mejor puedo… pero no, mejor no lo intento”.


Hablamos de sus creaciones. De cómo serían en la época actual. Que si el Chavo ya no viviría en un barril, que si el Maestro Longaniza habría engordado a tamaño butifarra, que si nunca le hubiera hecho caso Doña Florinda, que si Los Caquitos habrían dejado de robar, que si el Doctor Chapatín despacharía en su anhelado hospital para sanos.


Me di cuenta que nos referíamos a ellos como viejos amigos a quienes les habíamos perdido la pista, familiares a los que el destino hubiera vuelto lejanos.

—¿Usted piensa en la muerte?

—Pero nada más diario —contestó sin titubear. Brutalmente simple y brutalmente profundo. Carcajada autómatica. Una chespiritada de libro de texto—.

—Sí pienso mucho. Soy de alguna manera místico, no santurrón ni religioso ni nada de eso. El paso más trascendente a donde vamos es a morir.

—¿Le da miedo? A mí me da miedo, a mí me da pánico.

—A mí morir, no. Me da miedo estarme muriendo, ¿me explico? Sobre todo una de esas agonías que ve uno prolongadas con mucho sufrimiento. Eso me da mucho miedo. Pero si me mataran de un balazo por atrás y no me di cuenta, no me preocupa. Entre otras cosas, porque ya Dios me concedió el privilegio de una vida sensacional.

Fue el 22 de junio de 2005. Sólo porque lo tengo apuntado me creo que han pasado casi diez años.

—Se lo vamos a guardar, don Roberto, por si lo quiere volver a usar algún día —le prometí al final de la conversación señalando al barril del Chavo.

—Gracias, Carlos… algún día.

SACIAMORBOS. Me entusiasmaban los lunes porque a las 8 de la noche prendía el canal 5.

Cuando yo era niño, a Chespirito había que ganárselo. Así que si nos portábamos bien, mi hermana y yo teníamos permiso de sentarnos frente a la tele. Y si no, habríamos de escabullirnos.

Como a todos, Chespirito me hacía reír. Pero creo que me asombraba más: ¿Cómo se hacía pequeño El Chapulín? ¿Cómo podía dormir El Chavo en un barril? ¿Cuándo llegaría la policía por Los Caquitos? ¿Se le rompería esta vez la bolsa de papel de estraza al Doctor Chapatín? Y sobre todo, ¿cómo lograban hablar en rima durante una hora completa en los especiales que parodiaban a don Juan Tenorio?

Con el paso del tiempo, resolví algunos de esos misterios infantiles. Me gustan más aquellos para los que no hallé respuesta. Porque así puedo mantener el asombro —que con los años maduró en admiración— y escabullirme de cuando en cuando como si fuera lunes a las 8 de la noche.

carlosloret@yahoo.com.mx