viernes, 21 de noviembre de 2014

noviembre 21, 2014
Héctor Rodolfo López Ceballos

No se celebra el luto nacional. Bajo esa idea se dieron cita miles –y no es una cifra exagerada o maquillada- de ciudadanos el día de ayer en la ciudad de Mérida, esa capital provincial surrealista en la que parece que nunca pasa nada. Y es que realmente no hay nada que celebrar; nos arrebataron el símbolo, se apropiaron de la memoria, institucionalizaron la Revolución, nuestra Revolución. La mataron, la escondieron y presentaron los restos de otra que no es la nuestra.


Pero ayer salimos miles de ciudadanos a decirles que no nos importa que nos hayan quitado esa Revolución lejana, porque ya estamos haciendo otra y ésta no nos la van a poder quitar, no nos vamos a dejar. Esta no la van a poder institucionalizar porque es una Revolución de conciencias, de la gente. Ésta es una Revolución de verdadera democracia, de democracia de calle y que ellos no saben hacer. Cada vez más mexicanos se están sumando, estamos aprendiendo a trabajar en colectividad y a organizarnos. El individualismo va quedando atrás de manera paulatina y se abre ante nosotros el camino de la solidaridad, del trabajo en equipo. Sólo ayer en esta ciudad capital se organizaron aproximadamente diez eventos simultáneos para repudiar el crimen de Estado cometido contra 43 normalistas guerrerenses, pero también para decirles que ya estamos hartos y que nos duelen los más de cien mil muertos en menos de 8 años. Que nos pesan los más de 22 mil desaparecidos, la impunidad, la corrupción, la venta de nuestro país al mejor postor, la represión y la criminalidad con la que se conduce el Estado Mexicano. Ayotzinapa fue la gota que derramó el vaso, un vaso que lleva décadas llenándose a costa del bienestar de los mexicanos. 

Hubo un contingente en específico que se reunió en el Monumento a la Patria y a cuya convocatoria acudieron no menos de 400 personas. El ambiente era de indignación y de luto, sí. Pero también había sentimientos de esperanza, solidaridad, orgullo y alegría que contrastaban con el clima de tragedia nacional. Y estábamos alegres porque sabíamos que, aparte de participar en un acto de solidaridad por los normalistas de Ayotzinapa, estábamos también haciendo democracia de calle. Estábamos orgullosos porque la gente dejaba de lado la apatía y se sumaba. Consignas, representaciones, personas ajenas a la masa que aplaudían y apoyaban desde la calle o sus automóviles. Ya no era como en otros años en los que los de alrededor se quejaban, tenían miedo, cerraban comercios o nos abucheaban. No. Ahora las personas se asomaban por las ventanas, salían de las oficinas para mostrar su solidaridad, decenas se iban uniendo a la marcha que tomaba rumbo al centro de la ciudad aún cuando no lo habían previsto.

Todo trascurría de manera tranquila, pacíficamente. Nosotros no íbamos a provocar la violencia ni a responder a posibles provocaciones. Fueron más fuertes las convicciones y el verdadero ejercicio de nuestros más fundamentales derechos que los ánimos y los impulsos naturales de quien ha llegado al hartazgo, a la indignación máxima. Esa misma marcha que partió del Monumento a la Patria, al llegar al cruce de las calles 59 y 62 centro se topó con un cerco policíaco que acordonaba el primer cuadro de la ciudad por el desfile del 20 de noviembre, ese desfile que ellos hacen en solitario y por mero protocolo, pues ya no representa el sentir de muchos. La cosa no pasó a más ni hubo violencia por la firme voluntad de los manifestantes de actuar en forma pacífica y ordenada. Pero tampoco estábamos dispuestos a darnos la vuelta o a retroceder. Así que después de algunos minutos de entereza, aguante y presión firme y diálogo respetuoso, los uniformados se retiraron y accedimos a la Plaza Grande. Otra victoria. Los derechos se ejercen precisamente porque son derechos. Nadie sugirió siquiera ceder.


Y esa efervescencia colectiva que traíamos arrastrando y que crecía con cada paso, con cada ciudadano que se sumaba de la nada, con cada muestra de apoyo de la gente, la llevamos hasta el corazón histórico de la ciudad de Mérida. La gente que permaneció después del desfile oficialista se sumó a nosotros, asentía con la cabeza, levantaba los puños, gritaba. No estoy diciendo que no hubiese alguna muestra de inconformidad por parte de alguna persona, pero al menos este servidor no notó ninguna. Algo verdaderamente increíble. Parecía como si ahora sí la gente hubiese asumido esta lucha como suya, como la lucha de todos. Y son esas conquistas y esas muestras sin precedentes modernos de solidaridad las que nos hacen creer aún más que sí se puede, que no hay que bajar la guardia ni descansar en esta nueva Revolución, nuestra Revolución, que va avanzando día con día. Si ellos ya se cansaron, que se larguen, que renuncien. Y que sepan que si nosotros ya nos cansamos es de la corrupción, de la impunidad, de los desaparecidos y de los muertos –que ni siquiera son de ellos, son nuestros muertos- que se cuentan por cientos de miles. Que ya nos cansamos de cómo venden al país, de sus burlas y engaños, pero nunca, nunca, nos vamos a cansar de luchar y de ejercer nuestros derechos, de organizarnos, de querer cambiar a este país.

Y la gente no se iba aunque el reloj corriese tan rápido como apurándonos. Al contrario, llegaban más personas y más y más y nadie quería retirarse. Hasta nos apagaron la luz del Palacio de Gobierno y nosotros nos iluminamos con veladoras y con la fogata que hicimos con un Enrique Peña Nieto de piñata. Las consignas se hicieron más fuertes, más ruidosas. Las voces retumbaban por todo el centro de Mérida y se adueñaban de él. Nos hicimos del centro de la ciudad, recuperamos el símbolo. Más de mil personas juntas –otras tantas ya se habían manifestado en diferentes momentos del día-, sobre todo jóvenes estudiantes que acaban de ingresar a la universidad, lo cual nos demuestra cómo la consciencia va desarrollándose en generaciones cada vez más jóvenes, demostraron que en Mérida, después de todo, sí pasan cosas.

Simultáneamente en el Monumento a la Patria, mientras la manifestación primera que ahora estaba en el centro llegaba a su punto álgido, se presentaron algunas familias –en algunos casos estaban presentes las tres generaciones familiares, incluyendo niños- con veladoras y pancartas para también manifestarse, solidarizarse con el resto del país y alzar la voz.


El descontento es general. En todo el país, prácticamente en las 32 entidades federativas, tanto en poblaciones menores como en sus ciudades –Peto, Valladolid (Yucatán), Felipe Carrillo Puerto, Chetumal (Quintana Roo) sólo por poner ejemplos-, hubo múltiples manifestaciones y actos solidarios en los que participaron estudiantes de escuelas públicas y privadas, trabajadores de muchos sectores, obreros y campesinos, jubilados y la ciudadanía en general, sin importar religión, filiación política o estrato social. Todos somos mexicanos. Y hay que decir que prácticamente todas las manifestaciones fueron completamente pacíficas, ordenadas y en ejercicio de nuestros derechos ciudadanos. No nos sorprenda que los medios masivos de comunicación hablen de actos vandálicos en las manifestaciones. Existen las pruebas, multitud de ellas, que demuestran que prácticamente todos esos delitos son cometidos por infiltrados, fuerzas federales vestidas de civiles o personas ajenas a las manifestaciones.

El mundo entero se solidariza con México. Más de cien ciudades en todo el mundo se manifestaron también ayer 20 de noviembre, día en que salimos a demostrar que esta Revolución no nos la van a poder quitar, que ésta sí es nuestra y que no vamos a tolerar ni un muerto más, ningún otro desaparecido, ningún otro acto de impunidad. Súmate a esta Revolución de consciencias que va creciendo día con día y no bajes la guardia.