martes, 14 de octubre de 2014

octubre 14, 2014
Armando "Catón" Fuentes Aguirre


“Tendremos que casarlos”. “Pero ¿cómo? Es imposible”. “Hablaremos con el obispo, y a querer o no tendrá que darnos su autorización. Las cosas no pueden seguir tal como están. Si las dejamos que corran va a suceder una tragedia. Casarlos es la única forma de acabar con el problema”. Al día siguiente fueron con el obispo. Cuando Su Excelencia oyó lo del matrimonio se escandalizó en tal manera que los visitantes temieron por el resultado de su gestión. Les dijo que aquella propuesta no sólo era locura: era también sacrilegio. Llamó a su secretario y le pidió que le llevara un vaso de agua para tomarse la pastilla que solía tomar cuando algo le descomponía los nervios. Luego les manifestó que en toda su vida jamás había oído un despropósito como ése. Si autorizaba un matrimonio así ¿qué iban a pensar de él los demás obispos? Y el señor cardenal ¿qué iba a pensar? No, de ninguna manera podía permitirles esa aberración. Ellos, por turno, fueron exponiendo las razones que les asistían para fundar aquella unión, ciertamente irregular. Cosas más extrañas se habían visto en la Iglesia, dijo uno. “No en mi diócesis” -replicó el obispo. El otro fue más atrevido: ¿acaso no había autorizado Su Excelencia la anulación del matrimonio de doña Fulana, que tenía 20 años de casada y siete hijos, para que pudiera desposarla aquel rico viudo que se había encaprichado con ella, y que como era tan católico no concebía casarse sino por la Iglesia? “Opté por el mal menor -se defendió el obispo-. Además ese señor es un gran bienhechor nuestro. El matrimonio que ustedes proponen, sin embargo, está fuera de toda razón. No lo permitiré. En nombre de la santa obediencia les prohíbo hacer lo que pretenden”. Así diciendo Su Excelencia se tomó otra pastilla calmante. No contaba con el argumento Aquiles -así se llama en Lógica el que es irrebatible, contundente- que sus interlocutores llevaban en la manga. Le dijo uno de ellos: “Señor: si no nos da usted su anuencia para realizar esa boda correrá la sangre de dos pueblos. Los ánimos están muy exaltados. Seguramente habrá una masacre, y usted será el directo responsable de ella, pues no nos dejó hacer lo necesario para evitarla. Denos el permiso, señor. A grandes males grandes remedios”. No es que Su Excelencia fuera timorato: era prudente. Aquel argumento lo desarmó. ¿Iba a dejar que sus ovejas se mataran entre sí? Echó mano del vaso para tomarse otra pastilla sedativa, pero el vaso ya no tenía agua. Así, nervioso, autorizó aquellas irregulares nupcias... Fue así como se casaron San Juan Evangelista y Santa María Magdalena. ¿Cómo está eso? ¿Un matrimonio entre santos? Explicaré el asunto. San Juan era el patrono de Tepetlán del Río. El pueblo vecino, Acatita del Valle, tenía como patrona a Magdalena. Los devotos de ambos pueblos sostenían que su santito -o santita- era mejor que el otro, y hacía más milagros, y más grandes. Al paso del tiempo la rivalidad se fue enconando. Con motivo de una procesión en que ambos santos se toparon, y San Juan no dejó que pasara Santa Magdalena, los feligreses de uno y otro pueblo se dieron cita para enfrentarse en una batalla campal en que dirimirían finalmente, a pedradas y machetazos, la cuestión. Los curas de las dos parroquias, asustados por tan tremendo desafío, trataron de disuadir a sus respectivos fieles de llevar a cabo aquel enfrentamiento. Sus prédicas fueron infructuosas. Desesperados, se les ocurrió una idea: casarían a los dos santos. Así, siendo ya una sola carne por virtud del sagrado matrimonio, la lucha entre ellos y sus respectivos pueblos no tendría razón de ser. Con permiso de Su Excelencia se efectuó, pues, el matrimonio de San Juan y Santa Magdalena, oficiado por ambos sacerdotes. Por primera vez los de Acatita y los de Tepetlán se unieron en una celebración común. Hubo gran fiesta. En el banquete de bodas -con presencia de los novios en sus respectivas imágenes- se sirvió pulque y barbacoa. Luego se organizó el baile. La alegría fue general, y los dos pueblos quedaron unidos para siempre por los indisolubles lazos del connubio. Dijo uno de los lugareños: “Ya casados que se agarren ellos. Nosotros ya no nos agarraremos”...FIN.